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Se plantean sea como fuere un sinfín de consideraciones, la
mayoría de las cuales requieren de un trato próximo al de la paradoja si aspiramos tan siquiera no ya
a comprenderla, que sí tan siquiera a poder plantearlas.
Y como paradoja por excelencia, la que nos regala el tiempo y su manifestación material
por excelencia, aquella que no es otra que la definida como crónica.
Se debate el Hombre entre el respeto por el deber y el
anhelo de parecer humilde, cada vez que la aspiración de ser digno de consideración le lleva a pensarse en siquiera
potencial protagonista de la Historia. No en vano es
la Historia, o más concretamente el oscuro deseo de formar parte de la
misma, una de las realidades que con más fuerza están llamadas a formar
parte del Hombre pues como pocas
otras realidades se halla ésta tan específicamente grabadas en lo reconocible
como fuero interno del Hombre.
Acotamos entonces el presente, y por primera vez (en lo que
tal vez merezca ser considerado como un verdadero logro), podemos definirlo
como algo más que el instante llamado a identificar el instante que separa el
pasado del futuro.
Una vez que deducimos el aumento de complejidad del hecho
toda vez que la objetividad definida en el concepto cuantitativo ha quedado
superada, haremos bien en asumir la posibilidad de que los nuevos derroteros
destinados a contener a partir de este momento el objeto de nuestras
cavilaciones habrán de estar conformados por límites tal vez menos concisos, a
la par y por ello más sinuosos.
No serán entonces los
hechos, en tanto que tal, los destinados a aportar noción de valencia a lo analizado y considerado; sino que tales
características no podrán ser tenidas en cuenta ni mucho menos consideradas
como externas, por estar las mismas
promovidas a priori es decir, por
hallarse contenidas en los hechos en sí mismos. En lo que respecta a la
cuestión que naturalmente puede plantearse, la cual cabría ser formulada por
ejemplo tomando en consideración la excelencia del hecho que vendría a ser
capaz de integrar de manera eficaz toda consideración humana al integrarse en todo ente predispuesto a ser, habremos
de aclarar que no cabe una aspiración destinada a promover tal certeza en algo externo al hecho o al objeto. Tal
certeza puede contenerse solo en el ente observador, pues supera en presencia
éste a todo lo demás, incluyendo por supuesto al ente observado; de lo que redunda
que la importancia del ente, así como de las consecuencias que le sean o no
estipuladas, se encuentra en el Hombre, definido como causa y efecto.
Superamos así toda limitación cuantitativa, y nos disponemos
a afrontar el que está llamado a ser uno de los viajes más impactantes,
sublimes y determinantes de cuantos el Hombre puede llegar a considerar. Un
viaje de integración a partir de la desintegración (pues la construcción de un nuevo hombre solo puede ser llevada a
cabo por medio de la desarticulación previa de los elementos llamados a
componer el anterior); un viaje sin retorno, pues la consecución de nuevas
realidades requiere de una modificación de perspectiva, para lo cual es
imprescindible la definición de nuevas pautas que si bien no garantizan por sí
solas el éxito de la campaña a iniciar, sí aseguran que todo retorno a lo que
un día se dejó atrás resulta del todo inviable.
Es así pues no ya el Tiempo, como sí más bien la relación
del Hombre con éste lo que está llamado a poner sobre la mesa el carácter
innovador de la nueva metodología a emplear. Una nueva metodología cifrada en
cánones comprensibles toda vez que participa siquiera levemente de los
procedimientos anteriores, pero que se aleja de lo anterior en lo concerniente
a aspectos tales como los de dar prioridad al factor subjetivo.
Es entonces cuando el carácter integrador de la figura del
Hombre aparece en toda su extensión. Es el Hombre y solo el Hombre lo que de nuevo se pone al frente de las
maniobras, unas maniobras que al contrario de lo que pueda llegar a ser
supuesto no se alejan en realidad un ápice de las grandes cuestiones que antaño
y tal vez desde siempre han estado destinadas a conformar los arquetipos del
Hombre. Los arquetipos refrendados en las tantas veces planteadas desde la
perspectiva de las grandes cuestiones.
Se muestra ante nosotros a partir de ese momento, en toda su
magnitud, la resultante que procede de unir a niveles esenciales al Hombre con
el Tiempo. De esa unión somos conscientes más por la interpretación de sus
efectos que por la capacidad para identificarla, pero sea como fuere uno de los
ejemplos más valiosos se manifiesta ante nosotros cuando como caído del cielo,
así como ocurre cuando una respuesta se materializa en nuestra cabeza incluso
antes de poder siquiera soñar con la pregunta que debería haber dado pie a la
misma; nos encontramos con que la nueva mención vincula al Hombre con el Tiempo
con la intensidad de la
certeza. Pues cómo, de no ser así, podríamos afirmar que el
presente en el instante resultante de asumir que ya no podemos cambiar al
pasado, en tanto que contiene todas las potencialidades del universo pues
siquiera a modo de ensoñación, el Hombre cree firmemente y tal vez por ello se
conduce como sí de verdad actos desarrollados en ese presente pudieran cambiar
o determinar el futuro.
Es entonces imprescindible construir un nuevo equilibrio
destinado a componer la ecuación que realidad y tiempo conforman. Un nuevo
equilibrio en el que ahora con más fuerza que antes si tal fuera posible, los
vínculos destinados a ubicar las dependencias entre los hechos y sus causas (lo
que antes se reducía a la relación causa-efecto), se complican en el mejor de
los sentidos de la palabra en tanto que las líneas llamadas a identificar de
forma esquemática los puntos que contienen tales coincidencias han dejado de ser rectas, a la vez que los
ángulos llamados a contener “los cruces” entre ellas han dejado de ser
“rectos!. La realidad, y por ende los vínculos que la determinan son ahora oblicuos, difusos.
Surgen entonces algunas conclusiones, muchas de las cuales
pueden ser consideradas a su vez como corolarios
en tanto que las mismas pueden conciliarse con un cierto modo de proceder
que elige a las mismas como punto no de llegada, que sí de partida.
Destaca entre todas ellas, ¡cómo no! la destinada a tornar
en baldío todo intento encaminado a hacer comprensible por medios
exclusivamente empíricos las relaciones que hacen fluir el tiempo, o que por
ser más específicos detraen su importancia del hecho de confabularse en aras de
hacer comprensible la realidad, en la medida en que provoca la ilusión de hacer
compatible nuestro deseo de saber quiénes
somos, así como de dónde venimos, y por supuesto a dónde vamos; sin que el
hecho de constatar en qué medida somos ignorantes como se deriva de no poder
establecer con sentido no ya nuestra posición en el ayer, ni mucho menos
nuestra dosis de responsabilidad ante el compromiso que el futuro supone; haya
en realidad de sumirnos en un terror cuya
proximidad al pánico bien pudiera abocarnos al shock, con lo que ello
supondría.
Se erige en ejemplo empírico de todo lo hasta el momento
expuesto desde un carácter casi metafísico, la relación que conforme a la
categoría de hecho imputable a la crónica histórica podemos extraer del
conocido como Tratado de Versalles.
La Galería de los Espejos del Palacio de Versalles será
testigo el 29 de junio de 1919 de la firma de un documento llamado a poner fin
al que hasta el momento había sido sin
el menor género de dudas el mayor conflicto armado del que la historia y el
mundo habían tenido conocimiento.
Rubricado no por casualidad en el día en el que cinco años
atrás el asesinato del archiduque Francisco Fernando había servido como
detonante para el estallido de la Iª Guerra Mundial, ya tomemos en
consideración uno u otro hecho (esto es según apostemos por la conmemoración
del hecho llamado a ser el activador, o por el que pone fin a la
conflagración), lo que adquiere pleno sentido dentro de lo expuesto es la
certeza no es sino lo tremendamente complicado que se torna cualquier intento
de reducir lo uno o lo otro a una mera, cuando no a una recta consideración en
base a la cual estos acontecimientos, por el mero hecho de serlo, han de encajar dentro del sencillo epigrama
de solución por causa-efecto.
Más bien al contrario, tanto lo uno como lo otro queda
encuadrado en la salvedad de la tesis por la cual la imprescindible
interpretación de los hechos, si de verdad se desea encontrar una solución al
problema planteado por los mismos, ha de pasar inexorablemente por la
constatación ineludible de que los hechos, y por ende todas las consecuencias a
los mismos reportables requieren de un análisis cuyo prisma requiere de una
visión extremadamente amplia.
Así, las causas de la Gran Guerra han de buscarse no en el pasado
incipiente que transita en los arranques del pasado siglo XX. La magnitud de la
conflagración, así como por supuesto de las consecuencias que en todos los
terrenos la misma devengó, requiere de una seriedad y un rigor que solo pueden
alimentarse de inferir que acontecimientos de parecida notoriedad pueden
cambiar la historia del mundo y por supuesto del continente.
Busquemos pues si no en los acontecimientos, sí tal vez en
el carisma de los personajes por aquel entonces llamados a protagonizar la
historia, y es entonces probable que encontremos un resquicio a partir del cual
albergar la esperanza de encontrar un viso de comprensión.
Será entonces cuando la talla y la capacidad de hombres como
Bismarck nos permitirá siquiera intuir lo esencial que para la historia habrían
de resultar hechos que por sí solos habrían de evolucionar hasta convertirse en
acontecimientos. Hechos que solo se declinan como tal cuando los procesos que
aun estando destinados a promoverlos llevan en realidad tornándose desde hace
decenios si no siglos, requieren de un equilibrio en realidad tan sensible, que
el posicionamiento adecuado de las variables una vez ha sido convenientemente
analizado no hace sino maravillarnos, sobre todo cuando el mismo nos sirve para
comprender hasta qué punto el supuesto
control que en principio rige este mundo y sus circunstancias no es sino
obra de nuestra imaginación, cuando una vez más se muestra muy competente para
proporcionarnos esa sensación de control que no por ilusoria se muestra menos
útil para sobrellevar lo que de otro modo bien podría abocarnos a un pánico
imposible de controlar.
Y como colofón, o cuando menos como hecho merecedor de ser
tenido en consideración para con el escenario que hemos planteado, la muerte de
un Helmut Kohl que erigido en protagonista de la historia del pasado siglo XX,
bien puede ver resumida su aportación en la frase hoy mismo pronunciada según
la cual fue un hombre que puso todo su
empeño y determinación en lograr una Alemania Europea, a la vez que Europa no
pudiera considerarse sin Alemania.
En definitiva, nunca como ahora ha resultado tan evidente la
certeza según la cual el presente es inabordable sin el pasado, si bien
empecinarse en vivirlo de cara al futuro puede llevarnos a perder una ocasión
irrepetible.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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