Inmersos como estamos en un mundo científico, en el cual a
la precisión se rinde quién sabe si el último tributo, y en el que la
tecnología se convierte en rito (a lo sumo pagano) de la enésima deidad; lo
cierto es que el clamor del silencio nos obliga a constatar hasta qué punto la
ausencia de humildad, recurso paradójico del que negando la existencia del infinito, se cree en disposición de
apropiarse de todo; nos oprime a la
par que nos subyuga al hacer de la búsqueda de respuestas no una legítima
conducta antropológica, que sí una vulgar dilapidación de nuestro último
privilegio, a saber el de ser distintos sencillamente por ser los llamados a
saber.
Perdidos no solo en la incertidumbre de la ética, que sí más
bien en el terror que suele afectar cuando la duda es propia de especulación
moral; es cuando el aquí y el ahora se hacen patentes por medio de la cita de
ese recurrente proceder que se inflama en el pecho de todo hombre que, siquiera
atisbada la magnitud de la catástrofe, siente la tentación de resumir tanto el
pasado como el futuro, en lo paradigmático del presente.
Es entonces cuando la tentación de ignorar el pasado,
condena al Hombre de manera ahora sí definitiva, pues en el hecho voluntario de
renunciar al pasado, se esconden si no de manera consciente sí al menos en lo
atinente a sus consecuencias la renuncia a saberes y conocimientos sin duda
imprescindibles para remontar el vuelo al
menos desde lo dejamos, una vez que esta tormenta haya pasado.
Por eso el Hombre Actual, aquel que confunde el hecho de
vivir, con lo que procede de estar ligado a la vivencia circunstancial propia
de ver e interpretarlo todo desde la panorámica exigua que proporciona la
contingencia cuando se materializa en actualidad; se pliega inexorablemente
renunciando a las obligaciones que como Hombre tiene, de parecida manera a como
según la teoría del vórtice temporal, se
plegaría el tiempo, hasta el punto de poder originar no ya dos futuros, que sí
más bien incluso dos presentes.
Pero el tiempo tiene consecuencias, o por ser más exactos
las actitudes que sobre el Hombre despiertan las vivencias destinadas a
componer ese continente llamado presente que en cada caso se materializa dando
lugar al tiempo que nos es propio, las
tienen. Consecuencias que por su propia naturaleza, están llamadas a desempeñar
un gran papel no solo en lo atinente a lo que es propio de su tiempo, sino que
gracias y precisamente a su condición, tal papel se hace si cabe mucho más
evidente en la perspectiva que el paso del tiempo nos proporciona.
Si renunciamos a eso, perdemos perspectiva. Y si bien puede
tratarse de una pérdida de la que pueda no seamos conscientes, sin duda lo
seremos de las consecuencias que acarreará.
De una de esas consecuencias puede que estemos siendo ya
conscientes. Y lo somos en la medida en que nuestra incapacidad para valorar el
efecto de las conductas pasadas en nuestro propio presente (la
desnaturalizacion de la Historia), no acabe sino por devaluar el propio valor del
presente al incapacitarnos para obtener por medio de la comparación con las
consecuencias de hechos del pasado, la valía de hechos propiciados en el
presente.
Superado ya el debate relativo a las consideraciones que se
erigieron como propias a dictar los previos a lo que fue el contexto bajo el
que se auspició el patrocinio por parte de los Reyes Católicos de la expedición
que redundaría en el descubrimiento del Nuevo Mundo; debate que afectaba a
consideraciones vinculadas a las certezas que redundaban en lo acertado del
patrocinio de la empresa, y que ha quedado finalmente saldado una vez que se ha
aceptado que el uso del tiempo pasado en
el prólogo de las “Declaraciones de Santa Fe”, concretamente en los apartados
que habrían de figurar en tiempo condicional o a lo sumo en futuro si como
parece estaban llamados a relatar hechos solo potenciales; demuestran en gran
medida hasta qué punto no solo Colón, sino más bien los llamados a ser
reconocidos como sus patrocinadores, sabían o a lo sumo tenían certezas lógicas
que justificaban, aunque por causas luego demostradas como erróneas; que era la
evidencia y no solo la sagacidad en forma de habilidad marinera, lo que de una
manera u otra garantizaba el éxito de una empresa destinada a buscar en la
navegación hacia occidente por el Mar Atlántico, mucho más que “El Gran
Precipicio” augurado por los Clásicos.
Sin embargo, no ya el hecho en tanto que tal, que sí más
bien algunas de las más hermosas consecuencias que tal menester regaló,
convierten en pertinente el que nos detengamos si bien no a solazarnos sí a
dejar constancia del respeto que las mismas merecen al prodigarse en nuestra
Historia.
Es por ello que no debemos dejar pasar sin hacer mención, a
lo que en la hoy ciudad vallisoletana de Tordesillas aconteció el 7 de junio de
1494.
La firma del que desde su origen está destinado a conocerse
como “El Tratado de Tordesillas”, bien merece ser tenido por el primer
protocolo no solo hecho sino lo que es más importante, netamente inferido,
desde demarcaciones propias en las que hoy sin el menor género de dudas
reconoceríamos síntomas de geoestrategia,
de geopolítica.
Firmado en un momento en el que las tensiones entre las por
entonces verdaderas potencias marineras, (las
coronas de Castilla y Aragón por un lado, y Portugal por otro), estaban
destinadas sin duda a promover un conflicto entre ambas cuyas consecuencias,
imprevisibles entonces, hoy solo resultarían accesibles por medio de aventurar
los escenarios de presente a las que tal confrontación nos habría conducido; el
Tratado viene entre otros a traer a colación el grado de magnificencia desde el que tanto las circunstancias,
como especialmente la sagacidad de los protagonistas llamados a lidiar con
tales acontecimientos, fueron capaces de proyectarse hacia su propio futuro al negarse a que lo que cronológicamente estaba
llamado a reducirse a un mero cambio de siglo, fuera en realidad un verdadero
cambio de época.
Porque en esencia es de eso de lo que se trata. O por ser
más precisos, es la conveniencia de remarcar una y mil veces más esa capacidad,
lo que no solo hace recomendable que sí más bien torna en imperativo, el
detener un instante nuestro frenético caminar, en aras de reconocer en los que
nos precedieron, una valía que aún hoy resultaría digna de resarcimiento.
Porque no se trata ya solo de que por medio de las
consideraciones reflejadas en el Tratado de Tordesillas dos grandes potencias
se repartieran el mundo. Se trata de que tales consideraciones, por medio de
las consecuencias que de manera inexorable tuvieron aparejadas, siguen siendo
impepinables para comprender hoy el sentido otorgado a muchas cosas.
Para quien tenga dudas al respecto de lo sugerido, dudas que
evidentemente procederán de comulgar con
la inapropiada teoría en base a la cual el Tratado de Tordesillas solo tiene
vigencia en el terreno de lo geográfico (lo que tornaría en desacertado todo
intento de inferir del mismo consideraciones vinculadas a otro tipo de
paradigmas), habría que recordarle que el mismo se rubrica en consonancia y tal
vez como corolario al que en septiembre de 1479 se firmó en Alcásovas.
Si bien del Tratado de Alcásovas se conocen y celebran los
condicionantes más conocidos, y que se expresan en el proceder que tuvo como
consecuencia el fin de la Guerra de Sucesión que asolaba los territorios de
Castilla; no es menos cierto que en cláusulas menos conocidas el mentado
documento hace referencia a cuestiones geoestratégicas de gran interés que
redundan por ejemplo en que las Islas Canarias sean hoy España, mientras que
las de Cabo Verde, o las propias Azores, pertenezcan de manera indiscutible a
Portugal.
Por eso cuando restos de
la primera expedición de Colon a lo que resultó ser América tocan tierra en
Portugal, narrando como es obvio lo que han visto y vivido, las ansias que se
despiertan en Juan II de Portugal no se saciarán reteniendo como de hecho hace
a algunos de los tripulantes de la expedición, amparando tal proceder en que
los mismos son de nacionalidad portuguesa. Más bien al contrario, será la mención interesada pero mención al fin y al
cabo, de las cláusulas de Alcásovas, lo que mete a Portugal en la pomada.
Firmado en un momento en el que no ya solo la realidad sino
incluso las premisas obligan a considerar un mundo netamente diferente,
Alcásovas avala la tesis de que todo
territorio descubierto al sur de las Canaria pertenecería de facto a Portugal. Si
bien el contexto en el que las mismas son citadas obedece a un referente en el
que Portugal tiene sus intereses puestos en el continente africano, lo cierto
es que ello no solo no es óbice para que Portugal haya de abstenerse a la hora
de hacer valer sus pretensiones una vez éstas se han orientado, tal vez
legítimamente, en este sentido.
Será entonces, por supuesto, el papel de la Iglesia, el que
se torne en valedor a la hora de evitar un conflicto que, de haber tenido
lugar, sin duda hubiese modificado de manera inexorable los destinos de Europa.
Serán así las llamadas Cuatro
Bulas Alejandrinas en tanto que rubricadas por el Borgia Alejandro VI, las
que finalmente decanten la balanza del lado de los intereses de los Reyes
Católicos.
De esta manera, en lugar de elegirse una pauta ligada a una
demarcación de referencia en un paralelo
(que determina orientaciones sur-norte), se apuesta por una de referencia meridiano (llamada a prodigar orientaciones
este-oeste).
En consecuencia, dada la referencia que se suscita a partir
de una línea trazada a 370 leguas de Cabo Verde, el mundo queda repartido, y la
Historia que le es propia, delimitada.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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