Es el 13 de septiembre de 1598. Monasterio de San Lorenzo de
El Escorial. La atmósfera de tétrico silencio, premonitoria, da paso de manera
eficaz a la certeza del desenlace. Felipe II de España acaba de dejar este
mundo.
Pero la muerte de Felipe II, tal y como resulta convencional
cuando hablamos de la muerte de cualquier grande, y Felipe II era un grande
entre los grandes; lejos de poner fin a lo que quisiera que fuese lo propio del
momento referido, no hará sino comenzar un proceso de murmuración, destinado en
este caso a enardecer la figura del que sin lugar a dudas estaba ya desde su
nacimiento encomendado a ser no ya un grande en su momento, sino grande en la
medida en que su grandeza se incrementará de manera exponencial, en tanto que
el paso del tiempo nos permite afianzar lo primoroso que en la mayoría de
ocasiones resultó tanto su interpretación de su presente, como especialmente la
anticipación ante su futuro.
Felipe II había nacido en Valladolid, en mayo de 1527. Hijo
de Carlos I e Isabel de Portugal, sus ascendencias convergían en la ineludible
prerrogativa de destinar sobre sus hombros la certeza de lo que habría de ser un Gran Reino. Sin embargo, o a pesar de
todo, incluso las mejores expectativas habrían de quedarse cortas, no en vano
Felipe II ejerció su poder, extendido a lo largo de sus más de cuarenta años de
reinado, en más territorios y lo que es más importante, sobre más súbditos, de
cuantos monarcas anteriores habían conocido en su historia anterior.
Convencidos de que en este como en la mayoría de los casos
las valoraciones son por ende subjetivas, lo cierto es que ajenos en la medida
de lo posible a las controversias del relativismo,
lo cierto es que si bien resultaría una exageración afirmar que la Administración del Reino se iniciara
con Felipe II, no es menos cierto que será precisamente bajo su disposición
desde donde se alcancen los que hasta este momento se revelen como los mejores
momentos del Reino. Y esto no será debido solo al importante efecto que para
las finanzas tendrá el aporte de oxígeno procedente
de América, sino que gran e indiscutible importancia tendrá buen hacer de un
procedimiento de gobierno fundamentado por primera vez en la clara
administración, ligado a lo inexorable de la gestión; para lo cual la evidente
apuesta por el centralismo, reflejado en el simbolismo que se circunscribe al
nombramiento de Madrid como capital estable del Reino, pone de manifiesto.
Convencidos como estamos de la condición de falacia que
conllevaría asumir como primer periodo
con plena concepción de Estado Moderno no ya al periodo propio en el que el
Rey Felipe II desarrolla su labor, lo que por antonomasia supondría extender
tal afirmación al periodo en el que su padre reinaba, lo que se traduce en decir
que no será hasta el Siglo XVI cuando se desarrollen y adquieran pleno
desarrollos las estructuras arquetípicas de Estado con plena noción del tal; no será por el contrario menos
cierto afirmar que Felipe II niño será
el primer príncipe absolutamente construido esto es, el primero que desde el
primer momento recibirá una educación a
la altura de las expectativas que del mismo se tenían, las cuales, a la
vista de la magnitud del otrora proyecto que su padre se había encargado en
convertir en absoluta realidad eran, sin el menor género de dudas muchas, y muy
elevadas.
Y es precisamente en este punto donde el gran nexo conductor
presente a lo largo de toda la reflexión, hace acto de presencia.
Ser hijo de Carlos I hubo de ser, sin lugar a dudas, todo un
cargo. Pesada losa en ocasiones, motivo de orgullo sin duda siempre; Felipe II
tuvo en la figura de su padre un claro y firme mentor toda vez que el monarca,
tal y como es sabido, llevó a cabo siempre una política que si ha de
describirse reduciendo las opciones a dos conceptos estos habrán de ser, sin el
menor género de dudas: personalista y
absolutista.
Carlos I llevó a gala siempre el tomar sus propias
decisiones, lo que en muchas ocasiones se
reducía a supervisar los acuerdos tomados por sus embajadores y consejeros.
Pero en cualquier caso, y al contrario de lo que en ocasiones se ha tratado de
dar por hecho, jamás ocultó su responsabilidad para con los resultados de tales
decisiones, ya fuera bajo un complejo tamiz de prestidigitación, o bajo la
siempre eficaz consideración que los usos y desempeños del poder absoluto te confieren. Ya fuera en el transcurso de sus negocios en pos de la consecución de la
Corona del Sacro Imperio, o de sus gestiones para poner fin a revueltas
internas como las de Los Comuneros o Las
Germanías, el Rey Carlos siempre firmó
con mano firme sus cédulas y decretos.
Y Felipe II aprendió de tales consideraciones. Aprendió las
dificultades propias de tener que gobernar un territorio tan extenso. Aprendió
las paradojas de tener que hacerse
entender con súbditos en los que la gran exposición geográfica conduce a
dificultades vinculadas a consecuencias mucho más notorias que las propias de
no entender la Lengua; sino que las dificultades estaban vinculadas a
cuestiones mucho más profundas, a cuestiones de Cultura específicamente.
Y será precisamente esta circunstancia, la que se desvela
tras el hecho implícito en haber sido objeto de un perfecto y complejo plan
educativo, lo que rápidamente se refleja como la explicación más plausible a la
hora de permitirnos entender cómo en medio de lo que a priori parecía estar
destinado a convertirse en uno de los periodos más propensos a la renovación (no hemos de olvidar que nos encontramos
en el periodo que en otros lugares dio píe al Renacimiento), en España acabe
por traducirse en uno de los periodos de máxima cohesión y estabilidad.
Será precisamente el estudio del exponente que esta última
variable nos depara, lo que aporte luz a lo que amenaza con convertirse en una
suerte de galimatías. Así, y reforzando la tesis de la condición de proyecto
que vino a recaer sobre el joven Felipe siendo todavía príncipe, lo que nos
conduce de manera inevitable a la condición de los planes de formación absoluta y perfectamente organizados, ello no
ha de conducirnos a pensar que Felipe viera de una u otra forma coartados sus
propios procederes a la hora de formarse juicios propios. Solo así, desde la
aceptación del protocolo destinado a lograr la conformación de una personalidad completa, podemos llegar a
entender el logro de una realidad absolutamente formada de la que el Rey Felipe
II dará notable y continuas muestras a lo largo de las múltiples ocasiones en
las que las dificultades propias de su misión le requirieron para ello.
Será así que incompetentes para analizar los procedimientos
elegidos para la formación del que está llamado a ser uno de los más grandes
reyes de la Historia; que seguiremos un procedimiento inverso, o sea,
analizaremos siquiera en lo global, su preeminencia en tanto que gobernante.
Vemos así pues que se aprecian grandes peculiaridades,
prueba evidente de que si bien Felipe se mostró siempre como un alumno atento,
no perdió tampoco la ocasión de aportar su visión
específica de las cosas, lo que sin duda procede de su capacidad para
interpretar no tanto el proceder, sino más bien las consecuencias que del mismo
se deparaban, en lo concerniente a las acciones de gobierno protagonizadas por
su padre. En un hecho que a tal efecto puede parecer anecdótico, pero que a mi
entender se muestra como especialmente gráfico, Felipe II concibió su manera de gobernar no solo como
centralista, sino estrictamente española. Así, al contrario de la costumbre que
era de esperar, en tanto que especialmente practicada por su padre, Felipe
apenas abandonó España, sencillamente se
sentía y ejercía de español.
Tal proceder, lejos de ser en sí mismo un motivo digno de
ser calificado, sí que se revela como especialmente significativo sobre todo a
la hora de llevar a cabo valoraciones desde la perspectiva de futuro que el
estudio nos facilita. Así, el planteamiento de cuestiones tales como la
relación que el peso de las cuestiones de política
exterior habrán de tener respecto a las de política interior, ponen de manifiesto que en lo concerniente a las
prioridades que Felipe II aporta a tales cuestiones respecto a las que su padre
Carlos I hubiera implementado, son muy distintas, el algunos casos
absolutamente distintas.
Sin embargo, tratar de ver en estas consideraciones una
manifestación de deslealtad en lo concerniente a lo que hemos denominado Línea de premonición y coherencia del Siglo
XVI español sería sin duda una interpretación malintencionada. De hecho,
lejos de concebirse suerte alguna de ruptura, la lectura global de las acciones
gubernamentales puestas en marcha por Felipe II quedan perfectamente englobadas
dentro de la hegemonía de estabilidad preponderante dentro de un Siglo XVI cuya
estabilidad bien podría ser hoy en día, motivo de envidia.
Con todo y con eso, las especificidades propias de los
nuevos tiempos, unidas a la perspectiva inherente a la condición de una
personalidad independiente de la de su padre, dotarán al Rey Felipe II de una
capacidad aguda para poner su sello en cuestiones tanto internas como externas.
Destacará así la elegancia con la que
el rey será capaz de organizar las tres bancarrotas
que en su periodo tuvieron lugar; bancarrotas que analizadas hoy se ponen
de manifiesto como excelentes operaciones
de tesorería.
Y en el otro extremo, el radicalismo propio y heredado de la
visión irracional propia de un mundo marcado por el catolicismo a ultranza.
Con todo, y sin duda gracias a ello, Felipe II y su figura
se siguen poniendo de manifiesto en la actualidad como uno de los elementos
preponderantes de nuestra Historia,
imprescindible sobre todo para comprender nuestro presente.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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