Si la Música es el idioma en el que Dios se hace entender,
entonces sin duda que Mozart es su mejor apóstol.
Constituye la virtud del genio, a la vez la mayor de sus
desgracias, tal vez por ello que pocos son los que aceptan, o sería mejor
decir, asumen, el peso de tamaña imposición. Y digo imposición porque ser
distinto es una maldición, no la forma, sino más bien la esencia de una
deformación.
¿Cuántas maneras existen de asumir la existencia de una
deformación? Si nos atenemos a los cánones médicos, y si por ser más precisos
volcamos nuestras atenciones en el campo de la psicología, es más que probable
que cedamos a la tentación de buscar en el concepto del complejo la fuente de las desinencias
que a priori denotan por su presencia a la vez, la existencia de un deforme.
Sin embargo, basta con que nos detengamos un instante, para
comprender cuando no comprobar que también en esto existen no ya agravios
comparativos, cuando sí más bien diferencias de clase. Así, cuando es un miembro de la chusma quien presenta
tales caracteres, en definitiva los propios del comportamiento necio, o
directamente del cretinismo, no dudaremos un solo instante en arrojarle ya sea
real o virtualmente, al cesto del
oprobio; por el contrario, si tales desinencias se expresan en el seno de
un sector acomodado de la sociedad, tanto los pecados reales, como por supuesto
los potenciales quedarán cubiertos bajo la cubierta protectora de lo que se ha
dado en llamar comportamiento excéntrico.
Siendo lo referido hasta el momento de común y no muy
difícil aceptación en el presente, qué decir de lo mismo de acontecer en el
Sacro Imperio Romano Germánico de mediados del Siglo XVIII.
Se erige la genialidad, cuando alcanza al hombre desarmado,
a menudo en la mayor surte de desgracias que para éste podemos imaginar,
computando incluso a veces entre las mismas a las que pueden proceder de la
muerte misma (pues se muestra ésta a menudo como la única opción de descanso
que de tal manera puede concebirse).
Es la capacidad de creación la mayor a cuantas concepciones
de la genialidad puede el hombre por sí mismo aceptar. Constituye la noción de creación, en sí misma, todo un
dispendio filosófico, pues en tanto que afecta a patrones éticos y morales,
pone en tela de juicio las casi todas concepciones a las que el Hombre en tanto
que tal puede tener acceso pues, de propio que necesariamente al vincular el
carácter de originalidad a cualquier impronta que de verdad merezca considerar
como tal lo devengado de algo verdaderamente
creado, exime al Hombre de cualquier responsabilidad, pues tal una
condición exclusiva de la deidad.
En resumidas cuentas, crear es cosa de Dios. Así, el que
crea y persevera en su naturaleza de hombre, o es un farsante, o es un hereje.
Nos queda, no obstante, la tercera opción. Si bien habrá que
esperar unos cuantos años, Nietzsche vendrá unos pocos años después a darnos la
solución a partir no ya de la interpretación como sí más bien de la lectura
atenta de una de sus más hermosas máximas.
“de aquél que habita aislado, sólo una cosa cabe ser dicha: o nos
encontramos ante una bestia, o nos encontramos ante un dios. Os muestro yo hoy
la tercera opción; podemos estar ante un filósofo”.
Porque en el fondo de eso y de poco más que de eso vuelve a
tratarse una vez más. De hombres, o por ser más concisos, de la necesidad de
éstos de explotar la virtud que les caracteriza precisamente en tanto que les
diferencia: la virtud de ser conscientes de sí mismos.
¿Resultan todavía necesarias más explicaciones? Aquel que se
siente orgulloso por vivir en la norma,
o sea, el mediocre, apenas será consciente de la intensidad cuando no de la
responsabilidad que lo afirmado conlleva. Es el mediocre aquél que no vive, se
limita más bien a ocupar un tiempo y un espacio. Inconsciente, cómo no, de su
innata miseria, pace cuando no hoza orgulloso
de haber encontrado una raíz enterrada en el suelo; y a menudo se muere sin
saber que ha dejado pasar multitud de trufas adosadas a esas mismas raíces. En
cualquier caso es como si verdaderamente la felicidad estuviera inherentemente
ligada a la ignorancia.
Tal vez por ello que el papel del genio venga determinado cuando
no manifiestamente descrito, por la presencia de manera tan evidente como continuada,
de una suerte de permanente insatisfacción que solo en la permanente búsqueda
encuentra si no su saciar, sí al menos su justificación.
Es la insatisfacción la forma
adoptada por la energía que alimenta al genio. Pero tal y como ocurre con
todo procedimiento en el que se ve involucrada cualquier forma de energía, vida
y muerte aparecen inexorablemente ligados en tanto que no se puede beber la
una, sin ingerir la otra.
Es la maldición del genio, la que pasa por saber que lo que
le hace diferente, acabará por acarrearle la muerte. Y en el Caso de
Mozart tamaña relación se verá además agravada por el efecto catalizador del
tiempo.
Dará así pues Mozart muestra de todos y cada uno de los
síntomas del genio en una cantidad, y en una proporción verdaderamente
inusitados. Porque más allá de los arquetipos comúnmente aceptados y en
definitiva sobradamente conocidos; o incluso en este caso sin necesidad de
prescindir de ninguno de ellos, lo cierto es que Mozart desarrolló de manera
inusitada a la par o tal vez por ello de forma absolutamente inusitada,
caracteres semánticos y metodológicos de una complejidad tan sublime, y no solo
en lo concerniente a su creación musical; que el conocimiento de los mismos
sigue mostrándose como una fuente inabordable de dudas, toda vez que como
ocurre con los verdaderos genios para acercarse a ellos hay que hacerlo en pos
de preguntas, que no de respuestas.
Pocas son así las tradiciones
que resisten al paso de Mozart. De hecho la primera en caer es la que
afirma la inusitada correlación que existe entre un contexto histórico, y las
creaciones y los hombres que le son propios. Dicho de otro modo, todo está en
realidad propiciado, o sea, es
previsible. Sin embargo Mozart es de todo, menos previsible. ¿Tiene esto algún
sentido?
Y Mozart no era para nada un extraterrestre. Lejos de cualquier consideración que amenace con
aproximarse a tamaña o parecida certeza; Mozart fue un arquitecto que construyó
con los materiales que su tiempo le proporcionaron. De hecho, como afirman los
especialistas en su figura y obra; y más a mi gusto como resulta de analizar la
obra de su coetáneo y amigo Salieri:
“…estamos, cuando del maestro Mozart se trata, en presencia de un perfecto
conocedor tanto de la producción como de los métodos que avalan la existencia
de todos los que en el contexto de la composición le acompañan”. (Incluyendo al
propio Salieri, como después acabaría por ser obvio).
¿Debemos entonces reprochar contradicción alguna de tal
hecho? ¿Era entonces Mozart un fraude?
Aplicados a tales consideraciones el más sabio de los
ingredientes, a saber el que en forma de prudencia acaba por convertirse en
mesura; habremos de decir que de la consideración de lo explicitado resultan
certezas encaminadas a incrementar las bondades que referidas a su obra como
por supuesto a sí mismo, podríamos llegar a considerar.
Retrocedamos un instante en lo ya refrendado, y podremos así
darnos de bruces con la
realidad. Un realidad que en consonancia con el momento
histórico descrito se muestra ante
nosotros con una forma “clara y distinta” en tanto que constatamos que la
genialidad del maestro no pasa por la originalidad, al menos en lo concerniente
al factor creativo pues esto nos arrojaría de nuevo en la contradicción divina;
sino que más bien procede de conciliar ésta con un matiz, el ligado al
ejercicio del orden.
Dicho de otra manera, Mozart no creaba, ordenaba. Mozart no
inventaba sonidos nuevos, más bien su cabeza ordenaba sonidos viejos de manera
nueva, dando con ello lugar a composiciones originales, por más que las mismas
no contuvieran sino verdades que
llevaban siglos gozando merecidamente de tal naturaleza y consideración.
De esta manera que Mozart da un nuevo giro de tuerca a la consideración de genialidad, más
concretamente a lo concerniente a la oposición de ésta respecto del
comportamiento coherente con la norma. Es así que hasta la llegada de Mozart, ser normal
no solo estaba bien visto sino que era algo valorado, no en vano la
capacidad de crear era algo restringido a Dios, de manera que experimentar en
tales menesteres conducía rápidamente a la herejía, y de ahí a dormir calentito. Sin embargo, la vida y
¿por qué no decirlo? los milagros de Mozart, enfrentarán al Hombre con la que a
partir de entonces pasará a ser de las grandes disquisiciones, la de saber que
ejercer o desear ejercer de algo mejor que la miserable condición de hombre mediocre, sinónimo de hombre normal, lejos
de ser una excentricidad, habría de ser una obligación.
¿Tenemos en cualquier caso valor para afrontar el reto?