A caballo entre dos épocas, y quién sabe si prisionera una
vez más no solo de sus obligaciones, cuando sí más bien de la percepción que de
éstas tenía en una época en la que como en pocas otras el sentido de la percepción
resultaba tan imprescindible como a la par que traicionero; lo cierto es que el
periodo que transcurre desde la salida de la
jaula de oro en la que sus captores habían convertido la Isla de Elba,
hasta el desastre de Waterloo se
convertirán sin duda en uno de los periodos más gráficos, de cara sobre todo a
entender en términos científico-descriptivos los sinsabores y en ocasiones
pequeños dramas que ayudarán como nada puede hacerlo, a comprender cuando a lo
sumo a intuir la confección del tremendo sin
duda Siglo XIX.
Porque solo desde la percepción propia de un romántico, o para ser más exacto desde la psicología global que se
confabula para permitir la acepción correcta de lo que en caso de existir
podríamos definir como la psicología
propia de una época, es a partir de lo que podemos llegar a conciliar como
los posibles movimientos que acabaron por lograr una suerte de capitulación que entre otras, o quién
sabe si como consideración estrella tenía aquélla según la cual a Napoleón se
le entregaba el gobierno de una suerte de
Reino soñado y que tenía la configuración y confección entre otras,
administrativa, de lo que fue, es y será, la Isla de Elba.
Es así que resulta más que probable que muy cercano a las
psicologías que Sancho hubiera de hacerse una vez que encajara la promesa que
el Ingenioso Hidalgo le hiciera,
ubicada toda en pos de “…y venir a hacerte así gobernador y mando de una
ínsula…” que el mismísimo Napoleón hubiera de hacerse, una vez en este caso que
viniera a cumplirse el acuerdo que en lo concerniente al Tratado de Fontainebleau requería no tanto el exilio, como sí más
bien la entrega del gobierno y la dirección de la Isla de Elba, al que desde
ese instante y durante un periodo de diez meses se convertiría en su dueño y
señor.
París, primera quincena de 1815. Las noticias se suceden, y
lo cierto es que unas por carecer de confirmación, otras desde el franco deseo
de que lo que comentan es mejor que no sea confirmado; convierten a París y por
ende a toda Francia (¿Supondría una exageración generalizar tamaño comentario a
toda Europa?) en un hervidero de desolación en el que el rumor primero, la
constatación después, de que Napoleón ha abandonado Elba, nos dispone a ser
testigos de excepción de uno de esos episodios cuya mera percepción, ¿qué decir
de su posterior constatación y desarrollo? son tan solo interpretables desde el
voluble concepto que por otro lado
habrá de convertirse en el denominador
común, quizá por otro lado en el mejor denominador, tanto de la Francia del
XIX, como sí más bien de la Francia del Romanticismo.
Una Francia del Romanticismo, que todavía por entonces
responde sin duda a lo que bien podría ser más, la Francia de Napoleón. Una
Francia que le hubiera respondido sin duda con fuerza, de haberlo él preguntado
con la debida intensidad. Porque es así que obrando con justicia, concretamente
con la que proporciona el debido aprovechamiento que la ventaja proporcionada
por el conocimiento de la Historia en este caso erigida en forma de
perspectiva; que la tesis erigida, lejos de descabellada parece incluso
defendible si aportamos la suficiente luz a dos cuestiones capitales cuales
son, por un lado el extraño proceso de la abdicación, “promovido” por sus
oficiales; y la imposible constatación del peso y cuantía, a saber del valor
del posible sacrificio de los mismos, que podría habérsele a atribuido a los
que conformaban su última defensa.
Es así pues desde tal y desde ninguna la perspectiva
destinada a hacer bueno el proceso en este caso destinado a comprender o a lo sumo
a hacer comprensible el cómo Napoleón
decide quitarse de en medio. Un proceso que solo comienza a intuirse, que
no a entenderse hasta que el general DROUNOT no hizo entrega al gobernador
DALESME, el cual actuaba en función de general, carta que obrada de puño y
letra del propio Napoleón venía entre otros, a poner en antecedentes de que “obligado por los acontecimientos a abdicar
de la corona imperial, acudía a Elba a tomar posesión de la misma, de sus
designios y de los de sus habitantes, a partir de ese momento sus súbditos.”
Muestra de ello eran sus costumbres las cuales han llegado
hasta nosotros de la mano del corones escocés CAMPBELL el cual, en el
cumplimiento de la doble misión que le había sido encomendada, y a la que había
de acudir unas veces en función de escolta, y otras en función de agente;
acababa en cualquier caso por pertrecharnos con una ingente cantidad de
información.
“Se levantaba no
después de las tres de la mañana. Pasaba gran parte de su tiempo leyendo en el
gabinete que se le ha dispuesto contiguo a su dormitorio. Desayuna después,
generalmente de manera frugal, aunque no por ello haya de disimular su especial
encanto para con las judías y las lentejas; para pasar luego largo tiempo
enfrascados en paseos que, unas veces a pie, otras en coche, le sirven para
reconocer tanto el terreno, como el impacto que sus diseños y ejecuciones han
ido creando.”
Nada escapaba al exigente análisis del ojo del Emperador.
Desde la red de caminos, hasta el comercio, o la mejora de la Hacienda; No había
dejado, ni tan siquiera por un instante de pensar como un Emperador, de Ser un
Emperador. Hecho aparte merece el hasta qué punto pudo o no seguir
comportándose como tal. Y desde tal han de configurarse los efectos que
tendrían los gritos proferidos por la
misma población cuando el 26 de febrero de 1815, justo antes de oír misa, se
verán sorprendidos por la noticia que el mismo Napoleón anuncia, y que se
resume en su firme determinación de abandonar la isla esa misma tarde.
Gritos todavía a lo sumo de presagio, mas en cualquier caso
destinados como ningún otro, reflejo sin duda del Saber Popular, anticipo de lo que habría de venir:
Si hubiésemos sido más
cautelosos, menos confiados, nos habría sido fácil descubrir que se avecinaba
una catástrofe. De
tal volumen se refería el que se declaraba por entonces como acérrimo enemigo,
el corso Pozzo di BORGIO.
Se configura la suerte de aquella Francia a partir de la
consolidación de una realidad que solo puede compararse con una especie de broma macabra. Veinticinco años no de
revolución, como si más bien de periodo
revolucionario, lo cual condiciona en mayor medida si cabe pues derrota esgrimiendo por igual su desgaste a
unos y a otros, lo cual influye doblemente en Francia pues al desarrollarse
el conflicto en territorio propio en una suerte de Guerra Civil, destroza al
país entero pues gane quien gane, es Francia la que pierde; termina por
consolidar un escenario en el que en todos lo terrenos, ya se sabe desde lo
económico hasta lo social, y pasando por supuesto por lo político, ciertamente da poco más o menos igual lo que
pase, en tanto que sigan pasando cosas.
Y como imagen del desastre, encarnada en la Restauración Borbónica , el propio Luis XVIII.
Hermano de Luis XVI, llamado por todos “Provenza”, es en sí mismo la imagen
demoledora del nefasto presente que a Francia le espera, el cual no es a la vez
ningún buen precursor del nefasto destino que puede proferir para Francia.
Viejo, achacoso y condicionando el desastre de futuro
mencionado, carente de descendencia; la mera elección de su nombre, Luis XVIII,
constituye por sí misma un alarde de bochornosa habilidad con la
prestidigitación pues, ¿dónde diantres está, para que le busquemos, el supuesto
Luis XVII? De una manera o de otra, y
citando de memoria a François FURET, nos encontramos ante una caricatura del
Antiguo Régimen que junto a una familia real desquiciante, vive sumido en un
universo de recuerdos y rencores, de tragedias y manejos.
Por ello, y viniendo cuando no a reforzar como sí a apoyar
nuestro argumento anterior, la apatía en la que se hallaba instalado el país
entero, extenuado por un cuarto de siglo de guerra, desemboca en la certeza de
que tal vez no se echara estrictamente de menos a Napoleón, mas no es menos
cierto que todos recuerdan los días de grandeza que aportó a la nación. Lo grande que
llegó a ser Francia con su Emperador.
Es con ello que necesariamente hemos de representarnos una
Francia que a su vez resulta casi más representativa, a tenor de lo expuesto, a
partir de la constatación de las emociones del
común, que por virtud de lo expresado por sus gobernantes. De ahí
precisamente que para seguir los acontecimientos, o más concretamente para
entender las emotividades desde los que tales se llevan a cabo, que
consideramos adecuado reiterar los titulares de Prensa, más bien la evolución
de los mismos; concretamente los que se dan desde el momento en el que los
rumores de la fuga de Elba se consolidan en la certeza de que el 1º de marzo ha
desembarcado en Golfo Juan, entre Cannes y Antibes, con casi 800 hombres de su
guardia.
Escogemos así pues, por paradójica y a la sazón por grafica,
la evolución de los titulares que se da en La
Moniteur, sin duda el diario oficial. “El
Monstruo se ha escapado del lugar de su destierro” “El Ogro de Córcega ha
escapado.” “El tigre se ha dejado ver en Gap…Allí concluirán sus miserables
días, como un vagabundo en la montaña.” “El usurpador, a sesenta horas de
marcha de París.” “El Emperador Napoleón está en Foinableau.” Finalmente,
el día 22 de marzo de 1815 titulará: “Su Majestad el Emperador está en el
Palacio de las Tullerías. Nada puede superar el júbilo producido por su
llegada.”
Sirva este breve enunciado no como crítica puntualizada. El
objeto pasa tan solo por constatar hasta qué punto las predisposiciones pueden
evolucionar no tanto desde punto diversos, como sí incluso desde los
antagónicos, para constatar hasta qué punto cuanto mayor es la fuerza que los
distancia, el espacio que los aleja: mayor es la intensidad con la que se
funden. Basta si no en otro orden de cosas comprobar cómo figuras como NEY, el
que dijo aquello de Lo traeré en una
jaula de oro, termina por dirigir un mandato
al Ejército Real en el que reza: La
causa de los Borbones está perdida para siempre. En el enésimo giro del Destino
obtendrá el principal mando del ejército en Waterloo.
Con todo, si hemos de buscar un paralelismo entre los afectos de Francia y el proceso
mediante el que evolucionarán las adhesiones al todavía incipiente ejército de Napoleón por aquella primera quincena de
marzo de 1815, yo me quedo sin duda con la declaración llevada a cabo por
ese soldado que se acerca a la acampada nocturna y sin más espeta: Díganle al Emperador que el granadero Melon
está aquí.”
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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