Y tal vez por ello nada, absolutamente nada sea real; o en
el peor de los casos no disponemos de las herramientas para constatar nada, a
excepción, por supuesto, de la propia duda.
Porque sin caer en el Escepticismo
Metodológico Cartesiano, lo cierto es que como en el caso de aquél.
Immanuel KANT, o más concretamente sus procedimientos, parecían estar
encaminados igualmente a hacernos sufrir, en una conmemoración aparentemente obvia
del viejo aforismo según el cual, tan solo tras el dolor se esconde lo
verdaderamente propenso a ser valioso.
Consagración máxima de la paradoja, en este caso no solo
atinente a lo profesional, sino manifiesta de forma específica en lo vital, con
especial reflejo en lo personal; KANT viene a consolidarse (y el uso del tiempo
verbal no es incorrecto en tanto que el lento proceder del tiempo no hace sino
dotarle de patente de actualidad a cada instante, una realidad que se empeña
con su transcurrir en ponerle a día continuamente) promoviendo en torno de él,
o convendría mejor decir, de su leyenda, una suerte de pátina destinada, nada
más y nada menos, a protegerle en tanto que sus futuribles, al igual que sus Imperativos Categóricos, se empeñan por
ceñir en torno a los patrones que los mismos imprimen no ya una visión de la
realidad, sino más bien a la realidad en sí misma.
Acercarse a KANT es mucho más que acercarse a un filósofo,
es mucho más que acercarse a un hombre. Aunque si bien, y como puede parecer
obvio en KANT perseveran ambas circunstancias, no es menos cierto que ambas lo
hacen en una combinación superlativa, la cual no hace sino inferir una suerte
de interpretación propicia a convertir en función altamente complicada
discernir dónde empieza el uno, y dónde la otra. Es así que ambas se confunden, se combinan
y se reordenan, invirtiendo en una forma de danza magistral y alienante que
acaba por arrastrar a quien se inmola en pos de saber, como ya hizo sin duda con
su protagonista.
Porque sin duda que de eso ha de tratarse, de una suerte de
inmolación, la que se encuentra detrás del proceso en el que el de Königsberg se encerró, dicho esto en
todos los efectos, en pos quién sabe si de una realidad, de una interpretación
de la misma; o de la poción mágica con la
que recrear una nueva, convencido quizá de que ésta ya poco podía
ofrecerle.
Constituye ante todo la Obra
de KANT, porque así hay que tratarla, como el magnífico resultado de toda una vida inmolada en pos de un sueño, de su
sueño; la realización maravillosa de un protocolo que bien parece responder
en tanto que tal a algo ordenado, pergeñado y quién sabe si directamente
promovido desde algún lugar extraño por lo luminoso; destinado en cualquier
caso a encontrar lo que buscaba, o en cualquier caso mucho más de lo que nunca
llegó a ambicionar.
Porque una vez que tras dedicarle el tiempo y el respeto que
merece, hemos llegado a intuir, que no a entender el modo mediante el que se
desarrollaron los acontecimientos, nos encontramos con que mediante una forma
aparentemente macabra, muy parecida por otro lado a como el Emperador Augusto
entregó su herencia; al filósofo prusiano se le hizo entrega de una suerte de
conmiseración con la que no es que no contara, es que no la necesitaba para
nada.
Constituye ésta probablemente la enésima virtud en la que se
regodea hoy la paradoja, la que viene a incendiar la relación entre causa y
efecto, entre acto y potencia, materializada en el efecto que causa constatar
cómo las claves de la verdad, o más
concretamente el conjuro para su correcta
interpretación, le fueron reveladas a un hombre que tal y como él mismo
afirmara en su momento, …nunca en su vida
nada había constituido una motivación lo suficientemente atractiva como para
separarle de su hogar una distancia superior a las treinta leguas.
Treinta leguas, y un instante, el que supuso en realidad
toda su vida, la que va desde su nacimiento hasta su muerte, acontecida el 12
de febrero de 1804; y que sin embargo, como ocurre con los genios, incluso con
los que no desean serlo, constituirán un tiempo y un espacio más que suficiente
para cambiar del todo la historia que tras su muerte se haya de escribir.
Aunque si bien es
clara y evidente la consolidación de la certeza de la proximidad que tanto en el carácter procedimental como en el de los
pensamientos podemos establecer entre el filósofo y otros propios, como
pudiera ser el ya mentado DESCARTES, lo realmente admirable estriba en su
capacidad para anticiparse con brillantez a su propia realidad, de lo que se desprende
lo adecuado de otros símiles en este caso con otros que en realidad estaban por
llegar, como es el caso del genial NIETZSCHE, al que intuimos tras la
constatación evidente de la esencia de su todavía futurible, a saber: Un Hombre que vive solo es una bestia, o
quién sabe si un Dios. Yo constituyo la tercera opción: Un filósofo.
Porque por encima de todas las cosas, ante eso y ante nada
más que eso es ante lo que nos encontramos. Ante un filósofo que como nadie
supo interpretar lo complicado de los tiempos que constituían su realidad.
Tiempos convulsos, anticipo de los cambios, previos como nunca antes a la
ponderosa necesidad de la Revolución, los cuales enarbolaban como nunca antes
otros lo hicieron la certeza de que nada, absolutamente nada, volvería a ser
igual.
Revolución, cambio, novedad…y el ente aglutinador, la
crisis, la cual fue mejor que por nadie percibida por nuestro protagonista el
cual, convencido de ante mano de su incapacidad para detener la furia que tras
la máscara del progreso se ocultaba; decidió acantonarse, usando como muralla
la inexorable convicción de que una vez todo hubiera ardido, incluso el
vencedor, acaso él más que nadie, necesitaría de un lugar donde hacerse fuerte,
promoviendo desde allí cuantas medidas resultaran perentorias en pos de lograr
la implementación de la nueva realidad resultante, fuera cual fuera la
naturaleza de ésta.
Es así que una vez nos hemos ubicado en este horizonte, que
podemos optar a percibir el escenario en el que sin duda se encontraría al menos
en una ocasión aquél que parecía destinado si no a revolucionar la Ilustración,
cometido que jamás formó parte de la impronta del filósofo de Könisberg, puede
sin embargo orientarnos en el rumbo adecuado para intuir la suerte de Epifanía que le llevó a pensarse a sí
mismo como el legítimamente encomendado
para redactar el manual de instrucciones a partir del cual recomponer la
realidad en el caso de que la nueva que se estaba construyendo resultara
insuficiente, cuando no sencillamente insatisfactoria o defectuosa.
Porque una vez que nos hemos
pegado suficientemente con la una y con la otra, o al menos lo suficiente
como para no saber cuál influye en mayor medida respecto de la otra; la única
certeza a la que podemos llegar pasa por la inapelable constatación de que la
Vida y la Obra de Immanuel KANT parecen estar destinadas a inferir en la
constatación de una única certeza. Construir no tanto un nuevo edificio filosófico en torno del cual inferir los esbozos de la
Realidad fruto del cambio, como sí más bien, y aquí reside lo original y
realmente novedoso, acertar a instalar un andamiaje sobre el que apoyar las
ruinas del edificio de la Realidad, con el ánimo de poder proceder con su
reconstrucción.
Constituye la percepción desde este nuevo prisma una suerte
de procedimiento encaminado de manera óptima a la consolidación de la plausible
certeza en base a la cual incluso la Vida, pero por supuesto la Obra del
filósofo, se hallen implementadas en una suerte de dictamen finalista en base al cual todo, en especial el resultado,
ya sea material o etéreo, cercano en mayor o menor medida a la Metafísica, parezcan estar imbuidos de
una interpretación en base a la cual todo converja en aras de la consolidación
de la necesidad de comprender no tanto lo imperioso de los cambios, como sí más
bien de las consecuencias de los mismos.
De esta manera, la Obra de KANT se convierte, con la magia
que la perspectiva que el tiempo proporciona, en una fórmula dictada en pos de
consolidarse como un traductor en unos casos, como un cúmulo en otras,
compuesto a partir de la selección interesada de todas aquellas cosas que merecen ser salvadas.
Es así que, desde una perspectiva propia a la que
utilizarían los Padres de la Enciclopedia
en unos casos, y con una actitud innovadora en otros, Immanuel KANT es
capaz como nadie de ir tejiendo una tupida red en la que quedan aprisionados
todos y cada uno de los conceptos a partir de los cuales el Nuevo Hombre será capaz de comprender su realidad, a la par que
preserva los componentes esenciales, los que a modo de oligoelementos garanticen lo exitoso de una posible marcha atrás,
en el caso de que una reconducción de los acontecimientos pudiera llegar a ser
si no imprescindible, sí tal vez recomendable.
Y para ello, ordenados convenientemente, los grandes asuntos
prioritarios para la Humanidad. Ética, Moral, conocimientos. Y por supuesto los
grandes procedimientos, las grandes maneras de proceder. Epistemología,
Semiótica. Y como colofón, su gran aportación reflejada en las obras por
excelencia: Crítica de la Razón Pura y Crítica de
la Razón Práctica. Dos compendios ante todo de integración, como queda puesto de manifiesto a
partir del tremendo logro que supone integrar de manera equilibrada procederes
de Racionalismo y Empirismo logrando no solo que no salten chispas, sino al
contrario definiendo un escenario no por complejo, menos equilibrado.
En cualquier caso, motivos más que suficientes para
detenernos un instante en pos de dedicar una reflexión a su figura, disfrutando
de sus logros. No en vano el Hombre Moderno debe su procedimiento de
pensamiento a Immanuel KANT. ¿Le deberá también los resultados de tamaños
pensamientos, incluida por supuesto la propia idea de Europa, de Modernidad, de
Hombre en si mismo….?
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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