Y por supuesto, como no podía ser de otra manera, sin pasar
por el término medio. El término medio, a saber el bendito lugar donde según Aristóteles
descansa la virtud. Como
virtudes son la templanza, la sabiduría, la razón, el sentido común, la
capacidad para esperar unos instantes (y reflexionar) antes de responder…En
definitiva, un enorme repertorio de posibilidades por deseables, en el fondo
envidiables.
Cualidades todas ellas, que precisamente por conjugar su
presencia en términos precisamente de prudencia, se nos antojan del todo
imposibles. Hasta el punto de que lejos de resultar excluyentes, se nos antojan
casi como propias. De no ser así, ¿cuántos no saben ya que estamos hablando de
España precisamente a partir del atisbo de nostalgia que se esconde tras su
rictus de envidia al identificarse dentro del grupo de los que desearía,
precisamente por no tener, compartir la mayoría de los atributos mentados?
En el ejercicio de considerar prudente el ir delimitando el
terreno dentro del cual habrán de tener lugar nuestras disquisiciones de hoy,
diremos que en otra muerta de lo que bien podríamos llamar el genio español, es suficiente un ligero repaso a la vinculación
que España ha tenido para con su Constitución en los últimos años; para
comprobar sin dejar el menor espacio par la duda hasta qué punto las cosas
están cambiando en ésta, a la sazón nuestra querida España.
Por plantear una suerte de juego, entre cuyas normas podríamos incluir aquélla en base a la
cual la satisfacción de los ciudadanos para con su Carta Magna varía en
intensidad de manera inversamente proporcional a como lo hace el número de
minutos que empleamos en hablar de la misma; no sería necesario emplear,
paradójicamente, poco más de un minuto para comprender, sin el menor género de
dudas, que tal relación se ha calentado, hasta
un punto que la prudencia invita a considerar como, de no retorno.
Es así que, en los tiempos en los que a los niños aún se les
dormía con una nana, en los tiempos en
los que los Reyes Magos eran de verdad,
tres; resultaba normal, ¡qué digo normal! ¡Más bien imprescindible!
Dormirse cada día con la tranquilidad que ofrece no tanto el saber que el
presente es seguro, sino que el pasado, el duro, dramático y sin duda cruel
pasado, jamás volverá.
Fueron tiempos de deseos que se hacían realidad (o no, pero
en tal caso con el derecho a desear valía.) Tiempos en los que si no había pan
en la mesa, se agradecía el hecho de tener mesa. Y si el plato estaba vacío,
¡pues agradecido de tener plato!
Pero aquellos tiempos pasaron. O por ser más precisos, los
ingredientes que alumbraban aquella realidad se terminaron. Los mayores que
contaban las historias se han ido. Y los jóvenes que por entonces las
escuchábamos, hemos perdido la capacidad para disfrutar creyéndolas. Pero que
nadie se confunda, la ilusión no la hemos perdido. Es más, ilusión es lo que
nos sobra. Ilusión por cambiar el mundo, por mejorar nuestro tiempo…Ilusión que
se traduce en la certeza de que es nuestra obligación para con aquéllos que
fueron nuestros ancestros ser algo más que unos meros continuadores. Semejante
consideración, unido a las actitudes que le serían propias nos convertiría en
desertores de nuestro presente, en renegados de nuestro pasado.
Treinta y seis años. Un cifra que vinculada a la
interpretación generacional de la realidad, aparece curiosamente vinculada al
cierre de una generación. Significan treinta y seis años muchas cosas, tantas
que, sin duda alguna, son suficientes para ir pensando en poner un punto. La
única cuestión que queda por dilucidar es si el punto cerrará un párrafo, o por
el contrario viene a cerrar un capítulo.
Y todo esto, para acabar comprobando, por enésima vez y doy
fe de que a pesar de ello no nos cansamos; que es la española una sociedad muy propia. Una sociedad orgullosa de sí
misma, que muestra precisamente este orgullo ejerciendo a diario sus
peculiaridades. La pregunta pasa por saber si lo hace para diferenciarse de los
demás, o si por el contrario lo necesita para ocultar la debilidad propia que
subyace a no sentirse necesaria.
Necesario. Se dice de lo que presume de poder encontrar en
sí misma el motivo de su propia existencia. ¿Podemos ubicar en esta duda el
origen de lo que podríamos llamar los
miedos de España?
Convencidos de que la Historia, en la salvedad de que es
ésta una de las magnitudes de cuya riqueza puede presumir España, nos ofrecerá
algún tipo de respuestas, retrocedemos del orden de doscientos años para
encontrar en JOVELLANOS la excepcionalidad propia de aquél que se atrevía a
circunscribir lo mejor de la Historia de España a partir del análisis de los
componentes de los periodos que venían circunscritos a los diferentes Periodos Constitucionales de los que
había gozado España.
Respetando tanto el fondo como por supuesto la forma en
previsión de que el autor del razonamiento ha demostrado sobradamente su valía
hasta el punto de que su mera presencia ruborizaría a cualquiera dispuesto a
negarle prestancia sin haber procedido con un exhaustivo análisis (al cual, lo
confieso, ya hemos procedido); podríamos no obstante ubicar no tanto una
crítica como si más bien una sutil
objeción rayando en la convicción de que no tanto las Constituciones, como
sí más bien el ambiente en el que las mismas eran creadas, y por supuesto el
talante de aquéllos para quines eran concebidas, bien puede haber cambiado.
¿Supone tal línea de razonamiento una sucesión encaminada a
concluir que las Cartas Magnas son hoy innecesarias? Bien podría ser, no tanto
porque el que esto escribe tenga nada contra el documento en sí mismo; como sí
más bien por la ilusión que en el mismo causa el poder tan siquiera llegar a
soñar con una Nación Española entre
cuyos ciudadanos ha germinado un grado tal de respeto que reduce a innecesario
la concepción de un documento que a modo
de Manual de Instrucciones, venga a
decirnos cómo hemos de comportarnos para con nuestros semejantes. Y aunque lo
cierto es que uno es utópico en tanto
que todavía concede un grado de esperanza a sus semejantes, lo cierto es que no
goza cuando es considerado un ingenuo en virtud que del análisis de sus
procedimientos se puede llegar a considerar.
Esperanza y procedimiento, términos inexorablemente ligados
a la juventud. Sí , de nuevo el componente generacional. Porque en definitiva, de eso se trata. De
considerar de una vez por todas hasta qué punto los bien denominados marcos constitucionales fueron creados
con una función limitadora. O incluso de ser así, hasta qué punto resulta hoy
una actitud constructivas el ceder en el ímpetu renovador que sin duda se ha
instalado en nuestro presencia, sencillamente porque un texto suscrito y
refrendado por quienes hoy ya no forman parte de ese presente, pone, o trata de
poner, puertas al campo.
Lejos de encontrarse en mi ánimo el menor conato de crítica
hacia aquéllos que la iluminaron y refrendaron, estoy seguro de que de ninguna
manera el espíritu de los que fueron con razón nombrados Padres de la Constitución, pudieran hoy albergar el menor recelo
contra quienes nos giramos hacia ellos buscando en su capacidad los méritos
destinados a lograr una serie de cambios destinados a reforzar no tanto el
documento, como sí más bien la esencia de lo que por medio de su redacción
deseaba ser propugnado.
Ellos lo sabían. No en vano fueron designados para tan
ingente labor precisamente por tratarse de personas configuradas a partir de una pasta especial. Una materia que les
confería una autoridad casi olvidada
en base a la cual los cambios que ellos propugnaban serían suscritos por todos.
Porque en esencia de eso se trata, de cambios. Cambios que
en aquel momento resultaron de una
profundidad revolucionaria, en tanto que transformaron España, y por ende a los
españoles de una manera imposible de retrotraer entonces, ¿por qué resulta hoy
tan difícil el ni siquiera implementar la posibilidad de tener en cuenta que
incluso los padres sabían que tales
cambios no eran definitivos, como tampoco lo era la idea de España que estaban
alumbrando?
De haber sido así. ¿Por qué la propia Constitución
cuenta en su genética con recursos encaminados a ser activados en previsión de
futuras modificaciones?
Y sin duda, el momento ha llegado. El dolor que provoca el
constatar a diario la debacle que a nivel interno subyace a hechos como el
propio de comprobar que territorios
nacionales tienen más fácil la redacción de su propia Constitución; que el promover la modificación de la existente en
pos de regenerar los marcos de convivencia que permitan su coexistencia normal
en el seno de España, bien podrían ser elemento suficiente para determinar que
el futuro ha llegado.
Mas en el caso de perseverar en el inmovilismo, a lo mejor
resulta ilustrativo el comprobar hasta qué punto la existencia de organismos
supranacionales de los que no hay duda depende hoy la supervivencia de España,
requieren de la redefinición de parámetros otrora estructurales, encaminados a
garantizar que este país no naufraga en su ejercicio de reubicación en el nuevo
mundo que guste o no, se está configurando a nuestro alrededor.
El partido continúa. La cuestión pasa por saber si estamos
en condiciones de configurar una alineación competente para plantarle cara.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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