Rebuscamos hoy por hoy presos de la ausencia en la que
redunda nuestro presente, y solo la desolación hace presa en nosotros al
comprobar cómo, sin necesidad de elevar excesivamente el nivel de la demanda, y
por supuesto sin ser maquiavélicos en el proceso una vez comenzado éste; no es
sino cierto el sonrojo tras comprobar desde el sentido desaliento, la más que
brutal falta de grandes personajes, cuando no de ciertas épicas, que circunda
si no rodean, nuestro funesto presente.
Vivimos un presente ausente. Un tiempo carente de toda
épica, en el que lo único que parece estar garantizado es por el contrario la
certeza de comprobar una y hasta cien veces, la absoluta renuncia a participar
de su destino con la que la sociedad parece haber rubricado su destino. Un
destino por otra parte insoportable.
Y bien puede ser por ello que, al igual que ocurre tras la
aplicación de la cuestión sociológica de los contrarios; que la cada vez más fragrante necesidad no solo de héroes,
sino abiertamente de guías, nos lleva a descubrir no sin cierta sensación de
sofoco, cuando sí incluso abiertamente de envidia, la grandeza de algunos de
los que nos precedieron.
Hombres y mujeres, personajes
todos ellos, que vienen no tanto a conformar un escenario idílico, pero que
no obstante sí ven ampliada su sombra ante lo que podríamos considerar ausencia de otros árboles en el derredor.
Parecen así pues confluir innumerables fuerzas, todas ellas
empecinadas en albergar de manera sintomática los preceptos, que no los
prejuicios, destinados a constatar la posibilidad de tener que ir dando por
cierta la cuestión resumida en el aforismo en base al cual cualquier tiempo pasado fue mejor.
Y es entonces, cuando sumergidos de lleno en la paradoja,
convencido de la necesidad de romper una
lanza por aquéllos que se niegan a perderse en el encantador romanticismo eternamente presente en lo histórico, que
es cuando uno topa con la figura de Isabel
I de Castilla.
Aunque para ser más exactos, con una figura de la magnitud
de la que gasta Isabel I de Castilla es
imposible toparse. A lo sumo darse de
bruces puede describir con más precisión el encuentro.
Es parida Isabel en la madrugada del Jueves Santo del año
1451, cuya festividad está aquel año ligada al 22 de abril, en la localidad
abulense de Madrigal de las Altas Torres; pequeña villa de realengo en la que por entonces reside con carácter
meramente circunstancial su madre, Isabel de Aviz.
No tanto el nacimiento en Tordesillas de su hermano Alfonso,
como sí el que había acontecido años atrás del que será su hermano por parte de
padre, y que gobernará desde la muerte de éste (Juan II de Castilla); bajo el
título de Enrique IV; concitan un escenario y en definitiva un marco contextual
tan aparentemente difuso de cara a conjeturar la menor de las aspiraciones al
respecto de suponer importancia alguna a la niña, que incluso la fecha, incluso
el lugar de nacimiento de Isabel, han sido objeto de cuestionamiento.
Mas en cualquier caso y por tales juicios, lo cierto es que
a priori solo lo inusual del nombre (el de Isabel no es un nombre habitual en
Castilla en tales calendas, procediendo lógicamente de el de su madre), parecen
hacer presagiar algo de lo verdaderamente poco habitual de cuantas conductas,
procederes y logros acaben por jalonar la vida de la que será sin el menor
género de dudas no solo una de las figuras más relevantes de la Historia de
España, como sí igualmente una de las figuras regias más reconocidas dentro de la mencionada Historia.
Pero por no caer en contradicción con la certeza de los
hechos, y en pos y lo que sería más peligroso, por no acabar siendo víctimas
del mal de la profecía autocumplida, lo
cierto es que habremos de hacer gala de un cierto grado de respeto hacia la
cronología, e interpretar así los primeros años de la futura reina como los que
proceden de una niña cuyo destino está por entonces absolutamente velado por el
devenir de una serie de circunstancias tan complicadas como inabordables, las cuales
solo serán comprensibles si hacemos uso de ardides a veces del todo carentes
del honor que al menos en principio ha de serles presupuestos a estos niveles,
y que en todo caso no redundarán sino en el agravamiento de la complejidad del
asunto.
Y mientras, a todo esto, y en principio absolutamente
indolente ante los asuntos que se iban inexorablemente fraguando, una chiquilla
que vive junto a su madre, desde hace algún tiempo en los aprecios más
hospitalarios que les ofrece la villa de Arévalo, sumida de manera nunca
sabremos si consciente o inconsciente, el inexorable proceso de hundimiento en
la locura que ha hecho presa en la Isabel madre, y que como es de suponer
terminará imprimiendo cierto grado de sello tanto en la personalidad, como por
supuesto en la manera de conducirse de una Isabel que ya da muestras de algunos
de los rasgos de carácter que siempre la acompañarán, confiriendo una más que
fuerte personalidad, regida por una autoconfianza ingente, y un ego descomunal.
Todo lo cual, combinado, dará paso a algunos de los episodios en torno de los
cuales se concitarán grandezas y miserias de España, tales como el
Descubrimiento de América, o la expulsión de los Judíos de territorio español.
Es así pues que en exquisito cumplimiento de los que por
entonces son los cánones de conducta, Isabel es prometida cuando apenas cuenta
tres años de edad con Fernando de Aragón. Si bien dar por hecho que la magnitud
dinástica de los acontecimientos que tal compromiso, unido por supuesto a los
volúmenes de territorialidad que el mismo traería aparejado eran ya conocidos,
supondría sin duda un ejercicio de excesiva licencia; lo cierto es que tanto el
giro que los acontecimientos pronto comenzarían a dar, como la constatación de
sucesos inesperados y que van desde la increíble por tremenda “Farsa de Ávila”,
hasta la muerte, quién sabe si envenenado, del propio Alfonso; terminan por
conferir a Isabel un papel a presente y a futuro ya imposible de obviar.
Será así pues que con el inconcebible hasta aquel momento,
ejercicio de desobediencia hacia la Corona que protagonizará una nobleza levantisca que ve en la
debilidad del por entonces rey Enrique IV tanto un problema como una solución a
las cada vez más evidentes pretensiones de poder y que será escenificada en el
episodio de Ávila (5 de junio de 1465); hasta la muerte del propio Alfonso en
Cardeñosa en los albores de 1468; pasando por el terrible detrimento de honor
que para la Casa Trastámara tiene en general la cuestión de La Beltraneja, lo cierto es que sin llegar a
creerlo, pero sin dejar de desmentirlo, Isabel se ve cada vez más cerca de la corona. Y lo que es
peor, empieza a considerarlo seriamente.
La firma, que no consolidación, de la concordia entre Isabel
y Enrique, reflejada en Los Pactos de los Toros de Guisando, firmados a
mediados de septiembre de 1468, dan lugar a un conato de paz dentro del espacio de guerra
pública aunque no declarada que comienza a ser cada vez más franca y
abierta, entre ambos hermanos.
Aunque en cualquier caso, la historia, o si se prefiere, el
devenir de los acontecimientos, parece verdaderamente dispuesto a jugar con
nuestros dos protagonistas.
Así, la especie de vuelta
atrás que al respecto de los compromisos de legítimo derecho a la corona
sufren los acuerdos ya mencionados una vez que Enrique IV decide reconsiderar
no solo el que Juana no sea hija suya, sino que de manera alguna ella no sea la
destinada a gobernar; obligan ahora ya sí sin disimulos, remilgos ni
miramientos a Isabel a comenzar una ardua partida de ajedrez cuya bolsa
asociada a la victoria lo constituye la ya por entonces nada despreciable
Corona de Castilla.
Como efecto colateral al expolio conceptual en el que parece
verse sumido el rey, lo cierto es que otra de las cuestiones que se ve puesto
en tela de juicio es el de los acuerdos matrimoniales en los que se encontraba
sumida la futura reina. Así, no se trata ya tanto de que Enrique no vea con
buenos ojos la unión dinástica con la Casa de Aragón. Se trata más bien de ver
la posibilidad de explorar cotos que puedan aportar mayor riqueza al propio
monarca. Indagando por ello en casas como la de Francia , y la propia
de Portugal.
Pero tales ardides lejos de funcionar, no logran sino el
efecto contrario al aumentar en Isabel el deseo de ser reina, ahora ya
empecinadamente junto a Fernando de Aragón, de un territorio que será mucho más
que el resultado de una fusión de tierras, será el nacimiento de una verdadera
Nación.
El 19 de octubre de 1469 se celebra casi a escondidas el
matrimonio de los que pasarán a ser conocidos como “Los Reyes Católicos”
A la muerte de Enrique IV, y en base a la cita del Concierto
de los Toros de Guisando, Isabel se proclama Reina de Castilla en las
postrimerías del año 1474.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.