Resulta sorprendente, una vez más, comprobar cómo la verdad
se empeña, a menudo, en desfigurarse, convencida sin duda de que el grado de
putrefacción en el que nos encontramos sumidos, impediría, la mayoría de las
veces, que su fulgir natural la mostrase en toda su extensión. De no ser así,
¿por qué resulta cada vez más imprescindible rodearla de pretextos y
servidores? Máxime cuando muchos de éstos no son en realidad sino servidores de
la mezquindad, vasallos de la lujuria; revestidos con telas y ostentaciones
encargadas de impostarles una hegemonía que por sí solos son incapaces de transmitir.
Por eso, cuando el año pasado, por estas mismas fechas, la
actualidad se transfiguraba al tener que acudir a un documento de semejante
antigüedad y valor (desconocidos éste en sí mismo, incluso para el que lo
enajenó), las sospechas no pudieron sino hacerse, una vez más, en mi mente.
¿Quién podía “osar”, en la más amplia acepción del término,
robar un documento no ya de semejante valor, sino que atesora tanto valor? Como casi siempre en estos casos, dos fueron
las posibles respuestas a semejante cuestión. O el ladrón no sabía realmente lo
que estaba robando, o por el contrario éste era exclusivamente el medio por el que otras tentaciones mucho
más profundas se materializaban. Citando a Aristarco
de Samos, “A veces, cuando no sé cómo continuar, me siento a pensar, y es
verdad que la solución en tanto que esencia, aparece sola.” Por ello, eso
fue lo que hice, esperar. O al menos eso pensé yo mismo, porque en mi cabeza,
resonaban cada vez con más fuerzas, las certezas de la conspiración.
Y fue entonces cuando recordé las palabras de Luis Vélez de Guevara, quien en 1641, en medio de su obra El Diablo Cojuelo, nos deja la siguiente reflexión: “ Debemos poner los ojos en aquellos dos
ladrones que han entrado por un balcón en casa de un extranjero rico, con una
llave maestra, porque las ganzúas son a lo antiguo.”
Constituye el Liber
Santi Jacobi, primera designación a la que responde el otrora Códice Calixtino, una de las más
prestigiosas muestras de la por otro lado exigua literatura procedente de los scriptorium sacros de la cristiandad
española.
Es en sí mismo uno de los manuscritos medievales más importantes
de la archivística española. Es una
obra grande, en sí misma, si bien su
grandeza se manifiesta a partir de la excepcional conflagración que el mismo se
da de tres aspectos por sí solos ya excepcionales. Posee un incalculable valor,
en tanto que obra de arte por las miniaturas
que contiene, así como por la propia antigüedad; en cuanto a algunos de sus
contenidos, se constituye en legado histórico sin parangón, al contener por
ejemplo obras del ars antiqua que lo
convierten en depósito imperturbable de las primeras muestras de la polifonía europea. Y por otro lado, por
supuesto, se constituye en obra de incalculable valor para el acervo simbólico de Galicia, al contener
leyendas imperecederas atinentes en principio al Camino de Santiago.
Compuesto por varias manos, posiblemente cuatro, en el Siglo
XII, consta de cinco libros, dos apéndices y 225 folios en pergamino redactados
por las dos caras. Consta de una carta del papa Calixto II, que lo fue entre
1119 y 1124, el mismo por otro lado que elevó a Compostela a la categoría de
archidiócesis, y que llegó a visitar la catedral en su condición de cardenal,
en 1118. La mitad del códice, revestido de miniaturas de incuestionable valoro
histórico, contiene himnos litúrgicos, composiciones musicales y sermones para
el rito eclesiástico. La otra mitad es a su vez copia de una crónica existente,
de los relatos fantásticos de las batallas del emperador Carlomagno en
Hispania, en el transcurso de los cuales es, en apariencia, testigo de varios
milagros atribuidos a Santiago el Mayor en
la Europa del Siglo XII, dos leyendas sobre la traslación en una barca de
piedra del cuerpo de Santiago desde Jerusalén hasta Compostela.
Sin embargo, lo que aparentemente dota de la poca patente de conocimiento al documento, se
lo aporta los apenas dieciséis folios que contienen la llamada Guía del
Peregrino.
Firmada por el clérigo Aimeric
Piacud, un monje francés perteneciente a la orden de Cluny, se convierte en
una crónica en la que se relata con todo lujo de detalles su segundo viaje a la
tumba del apóstol, ocurrida entre 1135 y 1138. El primer viaje lo había hecho
en 1118, acompañando al cardenal Guido de Borgoña, futuro papa Calixto II.
Hacen bien los que consideran a semejante relato como una guía ordenada del Camino de Santiago, si
bien no se trata de la
primera. En ella, el monje cluniacense afirma que el aposto
Santiago, el Mayor, es el hijo de Zebedeo, y el hermano de San Juan. Procede
tras esto a describir no ya sólo los santuarios y las más destacadas reliquias
que el peregrino va a ir encontrándose por el camino, sino que hace también
descripciones e incluso valoraciones en relación a las gentes que nos
encontraremos a medida que recorremos el mismo. Se trata en definitiva de un
verdadero Manual del Peregrino.
Las últimas páginas están dedicadas a la catedral románica
de Compostela. El hecho no hace sino añadir importancia histórica al documento
ya que, describe detalladamente la composición de la catedral, así como sus
portadas, en 1139, fecha en la que, por ejemplo el Pórtico de la Gloria, no existía aún. Ocupaban su lugar una serie
de figuras destinadas a representar la escena de la transfiguración de Cristo en el monte Tabor, episodio relatado en
los Evangelios, al cual sólo asistieron tres discípulos Pedro, Santiago (el
Mayor), y Juan.
Para saber dónde radica la importancia del libro en su
presente, lo que constituye contextualizarlo, requiere de un proceso que va
mucho más allá del mero estudio. Después de ojearlo,
esto es, echarle un ojo, a la versión facsímil que la catedral compostelana
muestra; así como haber hojeado la copia que la Biblioteca Antigua
de Salamanca posee, uno puede darse cuenta de la tremenda importancia que
los componentes psicológicos aportan en este caso.
Si nos atenemos exclusivamente a las aportaciones objetivas,
diremos sin posibilidad de errar, que en el primer tercio del siglo XII, el
arzobispo Diego Gelmírez, que lo fue
entre 1100 y 1139, ordenó la composición
de un libro que contuviera cuantos pergaminos hubiesen hasta el momento en
relación para con cuantas noticias se
tuvieran de interés y se conservaran sobre el apóstol Santiago, y su relación
con Compostela. Confluyen así varios elementos:
En primer lugar, una Antología
Litúrgica; que contiene de manera explícita sermones y oficios del culto al apóstol Santiago. Es el libro más
extenso, llega hasta el pergamino 139, y contiene un largo sermón que se inicia
con las palabras Veneranda dies, junto
con una capitular del papa Calisto II.
Continúa con el Libro
de la Marabilia: se extiende hasta el pergamino 155 y narra 22 milagros del
apóstol dados al parecer en todo el mundo conocido, lo que constata el carácter
internacional del apóstol, todo ello ricamente decorado con miniaturas de
“Santiago Matamoros”.
Es el tercer libro el
origen, donde se describen, a lo largo de apenas 7 folios, hasta el 162, el
traslado del cuerpo del apóstol desde Jerusalén hasta Galicia, así como el
descubrimiento de la tumba por el obispos Teodomito, de Iria Flavia en el siglo
IX, en lo que constituye la base del culto jacobeo y la peregrinación.
El cuarto libro, Hazañas
Carolingias; hasta el pergamino 191, introduce a Carlomagno en la historia,
hecho que acaece mediante la crónica del obispo Turpín. Relata como Santiago se
aparece en sueños a Carlomagno, promoviendo los acontecimientos para que éste
libere su tumba del invasor sarraceno.
Es el quinto libro, guía
de peregrinos, constituye la parte más popular del Códice.
Y finalmente, apéndices,
música y bulas. Del folio 214 al 219. Libro que presenta por ejemplo muestras
excepcionales de la que es primera polifonía europea en modo ars antiqua.
Y todo ello, bajo la nada casual forma de codex lo que significa hallarse bajo el
sello de dominio del dolor propio del clima espiritual enmarcado dentro del Románico,
cuyas imágenes y símbolos reaparecen en las miniaturas, capitulares y adornos
de vivos colores y pan de oro. Así que no podía ser de otra manera, dentro
del género literario creado por las peregrinaciones a los grandes lugares,
Jerusalén, Roma y Santiago de Compostela, como percepciones terrenales del Homo Viator, el ser humano caminando
por esta vida hacia la salvación eterna. La vía se concreta en la marcha por la Vía de la Paz. Con ello, desde el principio las marchas generan guías
de los viajes de los romeros, unos cuadernos de viaje que dejaban constancia
tanto de hechos trascendentales, como prácticos, para futuros peregrinos.
¿Qué es el peregrino, sino un viajero? Sometido como tal, a
los rigores y peligros extraordinarios que en aquel entonces conformaban
cualquier topo de viaje, el libro no se limita a narrar las etapas de la ruta,
va más allá conteniendo toda una serie de consejos prácticos destinados a
cuantos se atrevieran a iniciar la por otro lado peligrosa aventura de recorrer
la ruta que marcaban las estrellas (la Vía Láctea ), hacia la tumba del primer apóstol martirizado
cuyo sepulcro, gracias a la tremenda y bien orquestada campaña del obispo
Teodomiro, sería después, gracias entre otros al propio Códice Calixtino aumentada sin medida por el arzobispo Gemírez, ya
en el XII
Compostela “el campo de las estrellas”, se erige así en el
punto final de la peregrinación que da al hombre un punto hacia el que
encaminar sus pasos, un objetivo a alcanzar, ubicado eso sí, en el extremo
occidental del mundo, donde los libros decían que se acababa el mundo. El fin
de la tierra, Finisterre.
Y vemos así llegado el fin. Y como casi siempre, en el fin
se hallan a menudo las cosas peculiares. Por ello, hacia el final del Códice,
entre los folios 222 y 225, encontramos una Bula, del papa Inocencio II (1134
1143) que además de autentificar el Códice establece castigo de excomunión, para cualquiera que robe o expolie el este
documento de la Muy Alta Catedral
de Compostela.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.