En algunas extrañas ocasiones, se produce el curioso fenómeno de que ante determinados sucesos o circunstancias, nos da
verdaderamente la sincera sensación de que algo ya ha sido vivido, de que
algunas sensaciones, por más que nos convenzamos a nosotros mismos de que
constituyen nuestro presente inmediato, nuestro aquí y nuestro ahora, en
realidad ya las hemos experimentado.
En el caso de Gustav MAHLER la sensación es completamente
inversa. Él tenía plena convicción de que fuera cual fuera el tiempo en el que
se le recordase, él se encontraría ciertamente envuelto en uno más de los eternos presentes que recreó de forma
perpetua desde su eterno pasado, con la Música como intermediación.
“Mi tiempo
llegará.” Además de constituirse como su frase
más famosa, consagra en un presente imperfecto, inacabado, en este caso por la
vocación de futuro que encierra; una de las características más importantes de
la forma de hacer de MAHLER. No se trata tan sólo de una manera de vivir. Se trata más bien de tener clara una “forma de
posicionarse ante la vida.”
Nacido en KALISTE Imperio
Austrohúngaro, el día de San Fermín de 1860, el joven Gustav transcurre sus
primeros años sumido en una infancia especialmente complicada. Las causas son
varias, y a las complicaciones que podía compartir con cualquier otra familia
de su entorno, y que podrían resumirse en las que derivan de tener inmerso su
presente en una época sinceramente convulsa, en la que toda una manera de
comprender la vida se desmoronaba; hay que sumar en este caso las específicas
de habitar en un entorno familiar presidido por las continuas muestras de
desamor que la madre dedicaba continuamente a su marido, un hombre dedicado a la destilación de licores con
el que su madre se había casado sin haberle querido nunca, sino concibiendo su
matrimonio como un mero intercambio
comercial.
En semejante ambiente, Gustav asiste a la muerte de ocho de
sus trece hermanos antes tan siquiera de que abandonen la infancia. Todo
ello, unido a las especiales circunstancias que por ese tiempo hacen concurrir
el hecho de ser judío, llevan a la
familia a mudarse, primero a la cercana localidad de Iglau, pequeña ciudad en la que Gustav asistirá al instituto, donde por otro
lado no mejorarán sus malos resultados académicos. En principio solo parece ser
bueno para pensamiento religioso.
Como no podía ser de otra manera, el contexto situacional en
el que transcurren sus primeros años de vida, unido de manera inexcusable a las
especiales características que imprime el percibir el mundo desde la
perspectiva de la religión semita, inducen en Mahler una condición moral,
ética, y en definitiva humana, que no sólo será impactante en tanto que le
conferirá una personalidad especial; acabará conformando una serie de criterios sociales, de manual de
instrucciones al cual acudir cuando el comportamiento humano te desarma, que
configurará aquello que MAHLER catalogará muchos años después como “la más
preciosa de sus posesiones, después de su amada esposa, su manera de estar ante
la vida.”
El tiempo pasa, y como no podía ser de otra manera, lleva a
cabo su efecto balsámico. MAHLER ha evolucionado, sobre todo como persona,
terminando por consolidarse como uno de los Directores
de Orquestación más celebrados de su época, todo ello sin tener que
dilapidar uno sólo de los valores que le han permitido tanto llegar a ser lo
que es, como mantenerse en permanente proyección, dentro de la senda de triunfo
dentro la que parece hallarse inmerso.
Sin embargo esto no es del todo cierto. Una vez llegado a
Viena, para aceptar el cargo de Director del Teatro de la Ópera, se ha
encontrado con que una de las condiciones insalvables para asumir semejante
cargo, pasa por convertirse al
Cristianismo. Decir que el hecho causa algún efecto catastrófico en la
estabilidad del personaje sería absurdo. Mahler jamás dotó de gran importancia
al hecho religioso. Sin embargo, su condición de judío si representó por otro lado un terrible hándicap para el Director y Compositor, al ser utilizado como
continua punta de lanza por sus cada
vez más numerosos críticos los cuales son en su mayoría incapaz de entender la
elaborada técnica que se halla presente en los arreglos orquestales que Gustav
lleva a cabo, amparado en sus monumentales conocimientos en materia específica
de orquestación, procedentes del estudio y ejercicio de su verdadera actividad,
la dirección de orquesta.
Porque efectivamente, y ésta puede que se trate de la única
crítica con fundamento que se puede extractar de las múltiples acusaciones que
la prensa le dedica en su tiempo, MAHLER es en realidad un músico ocasional. En principio disfruta enormemente con su
actividad al frente de las mejores orquestas del Imperio Austrohúngaro, lo que
viene a ser lo mismo que decir, de las mejores del mundo. Sin embargo, será
precisamente al observar las carencias que éstas tienen en materia de
orquestación, lo que le impulse definitivamente a escribir música, en un claro intento de poner fin a esas carencias.
Será entonces cuando, acudiendo al segmento popular de la música, aquél que descansa no en el folklore objeto de estudio, sino en
aquél que hace expandir el espíritu de los hombres, recordando seguramente la
música que emanaba libremente de aquélla banda de música militar que había
enfrente de su instituto, donde MAHLER descubre que se encuentra a sus anchas.
Interpretar que MAHLER hiciera un uso oficial del folklore,
como lo harían BARTOK o el mismísimo
FALLA, sería distorsionar la realidad. Lo que MAHLER lleva a cabo realmente es
redescubrirse en esos pensamientos, redefiniéndose a sí mismo a partir del
Lied, forma que adopta la canción tradicional alemana, terminando por
constituirse en uno de los más geniales responsables del MOVIMIENTO MUSICAL
ROMÁNTICO.
En un tiempo proporcionalmente breve, y con un catálogo
relativamente escaso, MAHLER hace bueno el dicho de que lo importante en Música Romántica no es la cantidad, sino
la profundidad que con la misma se alcanza. La calidad acalla las críticas,
sobre todo las que habían aflorado en relación a su aparente falta de humildad,
tal y como supuestamente se derivaba de la osadía de haber orquestado un Cuarteto de Beethoven. A pesar de todo
sus rivales no le perdonaron, y le esperaron a su vuelta de su aventura
americana, retándole a que musicara a su correligionario
semita (se referían a Mendelsson.)
Pero llegado ese momento, ya nada puede importar ni importa
al músico. La pasión que siempre se mostró como guía a la hora de relacionarle
con la vida, y que siempre se mostró como traductor en la relación entre su
vida y su música, se ha desmoronado. Tal y como desvelará a Sigmund FREUD en la
conversación que se deriva de un corto paseo que ambos darán, todavía en Nueva
York, “Es sobre el héroe sobre el que se
abaten los tres golpes del destino, hasta que el último lo derriba, como se
derriba un árbol.”
Los golpes afloran, como todo acaba por aflorar. El
descubrimiento casual en 1908 de una malformación coronaria congénita, y la
inevitable etapa de permanente espera de
la muerte que a partir de ese momento se abre, convierten a MAHLER en un hombre que camina lenta e
inexorablemente hacia la propia ruina. En medio, la convicción de que ha dejado
escapar lo único que de verdad ha amado, a su esposa Alma, la única persona a
la que, según creía él, jamás había necesitado decir cuánto quería.
Desgraciadamente, poco antes de morir, y tal vez adelantando el desenlace,
descubrirá que no es así.
Morirá sólo, ingresado en un sanatorio, el 18 de mayo de
1911. Será enterrado en el cementerio de Sciringlizt, donde descansa en una
tumba que, siguiendo sus instrucciones, sólo tiene inscrito en su lápida su
propio nombre.
A estas alturas, sólo una cuestión queda en el aire. De
haber vivido más años, ¿Hasta qué punto la obra de MAHLER hubiera revolucionado
la Ópera?
Luis Jonás VEGAS VELASCO.