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No se trata, una vez más, de enzarzarnos en una polémica más o menos agria en relación a si la Batalla de Guadalete, a saber según la Historiografía clásica la acaecida entre el 19 y el 26 de julio del año 711 en el río que le da nombre, constituye en si misma excusa cuando no causa suficiente para extraer de ella todas las consideraciones necesarias que den pie a incoar las premisas de las que penden, en una palabra, gran parte de la Historia de este nuestro País.
Cualquiera menos esa es
Una vez aclarado esto, se entenderá que pasemos abiertamente de puntillas sobre infantes D. Julián, Tarikes Asies, e incluso sobre últimos reyes como Don Rodrigo, para plantear una nueva forma de aproximación al hecho de la entrada del Árabe en
La Provincia de Iberia es una más de las múltiples que se hayan en descomposición a saber tras la larga y dolorosa agonía en la que se ha convertido la Caída del Imperio Romano a saber a manos de las invasiones de los Bárbaros del Norte como dice
Lejanos quedan ya los tiempos en los que los Scipiones, padre, tío y por supuesto el famoso “Africanus”, pusieran aquí sus pies en el intento de conquistar esta tierra para el Imperio. De aquellos tiempos, de las luchas al norte del Río Ebro, y de las necesarias y estrepitosas campañas que hubieron de emprender al Sur de este, donde entre otras cosas perdió a su padre, e hizo lo propio con el de Anibal el Cartaginés, desencadenando con ello una rivalidad que superaría épocas, batallas, e incluso decisiones de gobierno; lo único que pareció quedar ya claro por entonces fue que, a los pobladores de esta extraña tierra que ha sido siempre, con Celtas e Íberos por aquella época, la única manera de derrotarles era dividiéndoles, e incluso eso era ya por entonces difícil. La certeza de que luchar contra un enemigo común fortalecía las alianzas, no hace sino aumentar. Y no cabía duda de que Roma era un enemigo colosal.
La semilla estaba sembrada, ya sólo faltaba que el tiempo la hiciera germinar. Un país estaba en ciernes, aunque para su desarrollo se hacía necesario, como en la mayoría de ocasiones, un gran sacrificio, el de
La empresa se antoja complicada. Sin embargo, nadie será conciente, hasta muchos años después, de que el camino está imperiosamente marcado. Nada puede volver atrás. Un hecho ha acontecido, en el 313 El Emperador Teodosio ha publicado el Edicto de Milán, en el que abiertamente se da permiso a los cristianos para que celebren sus cultos sin restricciones.
Rápidamente los Cristianos, comienzan la que será su definitiva campaña de expansión por el que constituye el Mundo Conocido. Sus elevados atractivos, entre los que destaca el tratarse de una Religión hecha para los desheredados de la Vida, para los que promete abiertamente una vida mejor, carente de sufrimientos una vez abandonen este mundo, se convierte en un acicate maravilloso para aquellos a quienes la dureza de la vida material sólo deja el resquicio de la vida espiritual.
Sin embargo, el más perjudicado con todo esto será el propio Estado Romano. Si bien en un primer momento sus dirigentes vieron en la capacidad estoica que se predicaba, una manera de tener al pueblo más relajado en tanto que del continuo peligro de revuelta evidente por los desmanes de las estructuras del propio Gobierno, la verdad fue que la incapacidad de este para anticiparse a los peligros del Cristianismo, fue una más de las circunstancias que anticiparon acelerando su caída.
El culto romano se basaba en el politeismo antropomórfico. A saber, los dioses, o más bien las divinidades, muchas, una casi por cada necesidad, tenían aspecto, forma e incluso apetitos humanos. Además, el culto era familiar, esto es, cada familia, atendiendo al concepto romano de esta, llevaba a gala disponer de la protección de esta o de aquella divinidad particular, constituyendo esto una más de las herencias que la familia transportaba. Había así muy pocos templos, reservados estos a los Sacrificios Rituales de carácter Social, los cuales estaban al cargo de una Casta Sacerdotal convenientemente manipulada por el Gobierno.
La irrupción del Monoteísmo del Dios Cristiano, el cual además está constituido por una idea, para cuya comprensión se hace imprescindible la intermediación de una nueva estructura de Sacerdotes, no solo desvincula el culto del Gobierno, sino que abiertamente se desmarca del mismo, en tanto que los cristianos no pueden olvidar el sufrimiento infligido por el Imperio contra los suyos.
En medio de esto, y tras la acción erosiva que le es propia al paso del tiempo, nos encontramos en el 711 una estructura social totalmente segregada, sin cohesión política, y lo que es peor, sin sentimiento alguno de pertenencia y unidad. Lo único que parece animarles es la convicción de que los gobiernos precedentes, los de Wisza y Rodrigo los últimos hasta ese 711, no sólo no han sido satisfactorios para la mayoría, sino que nada hace temer que el de el aparente enemigo musulmán tenga que ser necesariamente peor. Con este panorama, no resulta sorprendente comprobar como los 17.000 soldados que el Árabe desembarcó en abril de ese 711, crezcan y crezcan aumentando su cifra en cada pueblo que atraviesan, muchos de los cuales no son necesarios ni de conquistar.
Ante semejante percal, no se hace necesario explicar como Toledo, capìtal del Reino Visigodo, cae apenas tres años después, en una labor de acoso que será llevada a cabo por los invasores desde el exterior de las murallas, y por los judíos que, cansados del mal trato que reciben dinamitarán desde dentro el ánimo de los allí refugiados.
De esta manera el único tanto que en este capítulo se puede apuntar el Cristianismo, fundamental eso sí, es el de convertirse en el ideal perfecto que sustituya al de un inexistente patriotismo a la hora de encauzar los sentimientos de pertenencia a un grupo, sentimientos estos que en definitiva fueron los que promovieron todos y cada uno de los posteriores movimientos de La Reconquista.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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