Convergemos una vez más, en este aquí, en este ahora, en lo
que en realidad no constituye tanto un intento por recuperar el tiempo perdido,
sino más bien un ejercicio destinado a revivir
de nuevo aquellas sensaciones por otra parte largamente recordadas.
Es así la Historia, y por ende y sobre todo la realidad de
la ciencia que se dedica en consecuencia a la misma, poco más que la eterna
lucha contra el tiempo, encerrada por supuestos en la consciencia de saber que nada perfecto dura para siempre, salvo si
puede albergarse en nuestros corazones.
Paradojas, sinsabores, certezas vanas. En cualquier caso y
probablemente por encima de todo, la constatación de la vida misma, buscando en
la constatación del pasado efímero, el conocimiento capaz de proyectarnos hacia
el futuro eterno.
Es precisamente en este universo, el conformado a partir de
la proximidad para con la eternidad que nos proporciona la cercanía con la
siempre presente paradoja, la que constituye el más sublime de los escenarios
de cara a conformar algo más que una alegoría destinada en cualquier caso a
proporcionarnos los argumentos imprescindibles no solo a la hora de disponer
los medios, sino fundamentalmente de cara a poder afrontar las conclusiones que
se extraigan del análisis más o menos pormenorizado que llevemos a cabo del que
por otro lado constituye con mucho uno de los periodos a todas luces más
interesantes de la historia de la humanidad.
No se trata de un error, más bien consiste en reconocer
aquello que podríamos definir como rectificación
cronológica, el deducir que, al menos siempre según lo que nos sugiere
nuestro humilde parecer, el siglo XX no comienza en realidad hasta 1914.
De la conformidad para con el argumento de que la mera
constatación cronológica, el mero reflejo del paso del tiempo en forma de años
reflejados en un calendario, no concita en realidad certeza manifiesta que más
allá de la paradoja naturalista nos
indique verdadera, o ni tan siquiera simulada, constatación de tal tránsito;
que de manera imprescindible habremos de reiterar en otros los factores que nos
lleven a confirmar que, efectivamente, el tiempo pasa.
Siguiendo semejante línea de razonamiento, y dejando claro
que obviamente nuestra disertación no va en la línea de restar un ápice de
razón a los que comulgan con las tesis en base a las cuales, el siglo XX
constituye con mucho la época en la que mayor desarrollo ha alcanzado, y con
mucho, el ser humano; lo cierto es que no consideramos en absoluto que nuestras
objeciones venga a constituir en
absoluto un lastre de cara a mantener la pulcritud de tal aseveración.
Sin embargo, no constituye nada de todo esto óbice de cara a
aceptar igualmente la certeza de que los tiempos
bajo cuyo paradigma se conforman los
usos y maneras que constituyen la esencia del mencionado periodo, vienen en
realidad a diseñar unos esquemas para algunos de cuyos preceptos, ni el tiempo,
ni por supuesto los seres a los que éste resulta contemporáneo, están
verdaderamente preparados.
Resulta en clara consonancia con esto, y retomando así la
línea determinada por los preceptos anteriores, que es el siglo XX un periodo anómalo, que responde en aquiescencia a
tal definición incluso, en aplicación a su carácter formal.
Para ser más correctos, diremos que el siglo XX ha de
desentrañar por sí solo lo que constituye toda
una madeja de realidades más o menos metafóricas, que hunde sus raíces
tanto en profundos condicionantes estructurales, por ejemplo los que se dan en
la intrincada conformación de las esencias del Antiguo Continente, cuya estructura se haya esencialmente amenazada
a lo largo de todo el periodo, pero especialmente en estos primeros años; como
por supuesto y quién sabe si de manera más importante aún, en el proceso que
irreversiblemente desembocará en la consolidación de una nueva estructura de pensamiento desde la que venir a consolidar
las formas que permitirán realizar la
idea del nuevo ser humano que
revierte con la misma permeabilidad en el hombre del siglo XX.
Son todos estos cambios de una importancia y trascendencia
tal, que la mera acción formal supera, con mucho, al mero carácter de
transitoriedad que al menos en apariencia acompaña al reconocido como factor tiempo. Es así que cien años no
nos bastan, a la hora no tanto de definir un nuevo siglo, como sí de
pronosticarlo.
Desde tal consideración, podemos no solo comprender, sino
incluso acompañar la tesis vertida anteriormente según la cual, el paso del XIX
al XX no se produce hasta 1914. El motivo es ahora, igualmente comprensible: El
siglo XIX necesitaba de más tiempo, para manifestarse como antesala específica
del XX que estaba por venir.
Una vez superado el proceso de reconstitución que había
tenido embarcado al continente europeo desde el final de la crisis del XVIII, lo cierto es que si
bien a grandes rasgos solo se conservaban leves retazos de la misma, no es por
otro lado menos cierto que el desarrollo propio de la superación de la
mencionada crisis no había sido ni definitivo, ni por supuesto coherente; más
bien al contrario, había dado lugar a una realidad neta y en algunos campos
absolutamente inconexa, que adolecía así pues de manera evidente de una franca
imposibilidad a la hora de escenificar ni por asomo una unidad de la que por
otro lado sí hacían gala estructuras demográficas y políticas de mucho más
reciente creación, las cuales por otro lado hacían de ésta manifiesta carencia
de lastra ideológico, la mayor de sus fuerzas.
Las guerras del XIX, lejos de solucionar en todo o en parte
los problemas para los que en definitiva constituían respuesta, no vinieron
sino a ahondar en la génesis de los mismos, contribuyendo de manera expresa a
poner de manifiesto los males congénitos que en muchos casos presidían la
perniciosa evolución de unos estados, la mayoría de los cuales presentaba
dolencias cuyo diagnóstico y tratamiento no se aproximaban más que al grado de cuidados paliativos, en tanto que la
esencia de los mismos hacía imprescindible la adopción de una serie de medidas
de tamaña complejidad que, en paralelo con el símil, tanto podrían traer la
curación del enfermo, como su pérdida definitiva, y para siempre.
Desde tamaña tesitura, solo algunas Familias, inexorablemente ligadas de manera determinante a países
por medio de protocolos igualmente inexorables, los cuales por otro lado eran
de constatación palmaría como ocurre en el caso de Alemania con los Bismark; vienen a consolidar una manera
de comprender la realidad, de la que depende igualmente toda una forma de
gobernar la cual resulta igualmente explícita, y que viene a reforzar en lo que
supone una interpretación tradicional de la historia, la consolidación
igualmente tradicional de una forma de expresar esa manera de proceder en su
gobierno.
Podemos así decir que en términos de consolidación, y en
tanto que las formas que le son propias no han cambiado desde el último cuarto
del XIX, que el siglo XX, al menos en la manera de comprender los grandes asuntos, y en la manera de
diseñar estrategias de cara a su resolución, no verá consolidada su
irrupción en la historia, eso sí haciéndolo de manera clamorosa, hasta 1914.
No se trata evidentemente de decir que la I Guerra Mundial
constituya de por sí el canal elegido para instaurar un nuevo siglo. Se trata
más bien de poner de relevancia el hecho según el cual es el imprescindible
estallido de la guerra lo que constituye la constatación evidente del colapso
de las metodologías, incluso de las esencias desde las que no solo se ha visto
morir al XIX, sino que como venimos defendiendo a lo largo de toda la
exposición, se constituía en clara intención de algunos convertir en parámetros
de guiado también para el XX.
Sería en cualquier caso un verdadero error el dar por hecho
que es la detonación de la que hasta el momento sería la guerra más espectacular
de cuantas habían acontecido, aquello que viene a concernir de manera
inexorable la definitiva eclosión del proceso que acabe por alumbrar al nuevo
siglo. Se trata por el contrario de extrapolar la posibilidad de que no será
sino el grado de complejidad que suponen el albor del nuevo siglo, las que
convierten en una realidad casi inexorable las que llevan a tal estallido.
Nace así el siglo XX, o más fielmente podríamos decir que la
nueva centuria toma conciencia de sí
misma, protagonizando en que no ya tanto es el más profundo de cuantos
colapsos ha experimentado la realidad política del hombre, sino más bien aquél
del que más profundamente saldrán
removidas las esencias que a todos los efectos componen al ser humano.
Nada volverá a ser igual con posterioridad a 1914. El
momento del que este año conmemoraremos el 100º Aniversario constituye sin
duda, el albor de un nuevo hombre, embarcado en una nueva era de la que muy
probablemente aún no hayamos tomado plena conciencia.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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