Converge entre los historiadores, y lo hace hasta
convertirse en auténtica obsesión, la necesidad de hallar, cuando no de
identificar en el flagrante pero
nunca casuístico devenir de los tiempos, uno aunque solo sea uno de esos
instantes dentro del cual ubicar sin la menor sombra de resentimiento o
rechazo, la separación clara, transparente y en la medida de lo posible,
incontestable; que sirva para decir que, efectivamente, hemos pasado de tiempo,
hemos efectivamente transitado de época.
Mas este hecho, semejante dificultad, queda en un absoluto
segundo plano en tanto que pocos, por no decir nadie se atreverá a decir que El Concilio de Trento no posee, tanto en sí mismo, como
fundamentalmente en grado a la interpretación que para el futuro dejarán las
conclusiones que en el transcurso del mismo se extrajeron, notoriedad
suficiente como para erigirse, por sí solo, en uno de esos tan deseados faros de la Historia.
Enclavado en un instante de privilegio, justo en el ecuador del glorioso siglo XVI, el
Concilio de Trento viene a nosotros, si atendemos para su definición
exclusivamente a las prerrogativas ecuménicas, como el ejercicio de medidas urgentes que La Cristiandad se ve obligada a tomar
una vez visto que aquello que había sido en un primer momento tomado por una pequeña herida fruto de la insaciable
curiosidad, amenazaba ahora ya por convertirse en un terrorífico cáncer que hacía de la manifestación de las
grandes lacras que formaban parte intrínseca de la Santa Madre Iglesia ,
una más que probable causa de desangramiento para la que un torniquete ya no
era suficiente ni por supuesto aconsejable.
Es así pues que si insistiendo en su cronología ecuménica el
de Trento queda enclavado entre los que fueron el V Concilio de Letrán y el
Concilio Vaticano I, lo absolutamente cierto es que ninguno, pero especialmente
en cuya importancia ha de redundar lo concerniente al de Letrán en tanto que
previo, hubo de enfrentarse a condiciones tan trascendentales a todos los
efectos, como sí por supuesto habrá de hacerlo el de Trento.
Salvados al menos de momento los condicionantes ecuménicos,
si es que tal hecho resulta probable toda vez que nos referimos a
acontecimientos europeos del siglo XVI; lo cierto es que La Dieta de WORMS, o para ser justos, el fracaso de los
considerandos y previos desde los que la
misma había sido ofertada, son quienes confieren verdadera importancia a
los atinentes y considerandos que pueden servir para describir los hechos que
hoy traemos a colación.
Es la Europa del XVI un continente que, al menos en lo
estrictamente sometible a los análisis políticos, si bien esto suponga
reconocer a la larga la necesidad de ampliar el prisma toda vez que lo político
habrá de tener constatación en todo lo demás; padece como decimos una
inestabilidad que a lo largo de todo el siglo se manifestará dentro de los más
diversos y flagrantes órdenes.
Enmarcada toda acción dentro de los cánones y disposiciones
que procedan de la brillante, aunque quién sabe si por ello brutal cabeza de un
CARLOS I de España, que no lo olvidemos lo es V del Sacro Imperio Romano
Germánico; asistimos a un proceso de presunta
unicidad de pensamiento y procedimiento consecuente tan solo proclive a una
mente auspiciada a partir de la exacerbación de los más profundos valores que
en el terreno de lo religioso tendrán su constatación en el creciente
dogmatismo, para fluir de manera en apariencia lógica hacia el absolutismo, algo por otra parte nada
digno de complejo dado el momento histórico en el que nos encontramos, y que
sirve sino para dotar de plena vigencia a las consideraciones expresadas.
Tal y como el filósofo italiano Taghliary escenificara mediante la exposición del
conocido silogismo cornuto, “viene a
ser así que el poseedor de los cuernos es, en realidad, el último en
conocerlo.” De tal guisa se comporta el Imperio,
al menos en lo concerniente a la vena religiosa, por otro lado aspecto
fundamental a la vista de los procederes, o más concretamente de la
justificación de los mismos, que desde la mentalidad del Emperador Carlos se procede a dar.
Con el coeficiente
unificador que siempre significó conocer la existencia de un enemigo común,
que en el caso que nos ocupa se identifica plenamente con el turco, lo cierto es que la herida abierta para con los protestantes, que en Alemania se
muestran denodadamente activos hasta el punto de llevar desde 1528 reclamando
un concilio cuando menos en la propia Alemania , resulta ser ya de difícil sutura. Convencidos tanto unos y otros
no ya de su franca razón, sino de que
obviamente el otro se equivoca (no olvidemos que hablamos de religión en su más
puro estado), lo cierto es que la maniobra argüida en base a la creciente
presión que los protestantes llevan a cabo en todas las líneas, y que en
principio se refiere a la declaración de los considerandos que definen la denominada Dieta de
WORMS, no solo no agrada a nadie, sino que como suele ocurrir en estos
casos, molesta a todo el mundo. Es lo que pasa cuando te enfrentas con recursos
terrenales, a dilucidar sobre preceptos que son propios de Dios.
Es así que no ya una vez superada cualquier vicisitud de
acercamiento, sino más bien una vez rota la última y mínima posibilidad de que
tal acercamiento pudiera volver a producirse al menos en un periodo cortoplacista;
lo cierto es que el Concilio de Treno ve así definitivamente superadas sus
presuntamente exclusivos considerandos ecuménicos, para convertirse en la
traducción eficaz del verdadero cisma que vive Europa. Un cisma que si bien
puede enmarcarse como de hecho se hace a partir de certezas de rango meramente
religioso, no es menos cierto que hunde sus más profundas raíces en
condicionantes cuya vertiente económica, política y por ende social acabará por
adoptar la preeminencia que acaba por serle finalmente reconocida, haciendo
saltar por los aires la ilusión de
que el Cónclave contiene argumentos destinados a promover conclusiones de
carácter estrictamente religioso, para pasar a enfrentarnos con la tremenda realidad
de comprender que el destino del mundo se juega en aquella partida.
Pero de la lectura atenta de las 96 tesis que son clavadas
en la Iglesia del Palacio de Wittenberg, lo cierto es que se extraen una serie
de conclusiones las cuales, además de no dejar indigente a nadie, nos obligan
más bien a considerar seriamente, y sin duda desde una perspectiva si cabe más
amplia, las motivaciones que realmente pudieron inducir a los hechos de los que
son copartícipes.
No se trata que el protestantismo
resulte irreconciliable para con la Cristiandad. Se
trata más bien de que las ideas de Sociedad Europea, y a la sazón los proyectos
desde los que unos y otros pretenden capitanear abiertamente la manera de
encarar el futuro de Europa, chocan abiertamente, y además lo hacen con una
violencia inusitada.
Hemos así pues de constatar, y efectivamente constatamos,
que las diferencias existentes entre católicos
y protestantes no son y con mucho, tan solo de carácter procedimental,
estando pues sujetas a interpretación en su grado sumo.
Si nos tomamos el tiempo suficiente de cara a la realización
de un análisis que supere cuando menos lo somero, y que por supuesto no caiga
en el error de partir desde consideraciones ya tomadas, podremos si no llegar a
consideraciones en forma de conocer cuál era el estado de la Europa del XVI, sí
al menos disponernos a la hora de comprender cómo las dos cosmovisiones, en esencia enfrentadas, no hacen en realidad sino
enfrentar algo mucho más grande, dos visiones completamente contrapuestas del
Hombre.
Constituye así pues la adopción de las conclusiones de
Trento, hecho del que acontecen precisamente ahora cuatrocientos cincuenta
años, la representación plausible a la par que pragmática del definitivo cisma
que para la posteridad se identificará no tanto como el que procede de la lucha
entre católicos y protestantes, sino más bien como la lucha entre el hombre que
apuesta abiertamente por el futuro, frente al que se arraiga en la tradición,
abandonando sus responsabilidades para con el futuro.
Será así pues, el Concilio de Trento, el escenario donde
tendrá lugar la escenificación definitiva de la ruptura no tanto de Europa,
como sí del Hombre Europeo. Dentro de
un esperpéntico a la vez que diabólico juego, tendremos la constatación
definitiva de que lo que se dirime pasa en realidad por saber si existe un Dios
conservador, que se bate una y otra vez, y en múltiples escenarios, no tanto
contra el Demonio, sino contra una especie de Dios liberal. Tendrán así que
pasar siglos para que semejante paradoja pueda ni tan siquiera ejemplificarse,
y como no podía ser de otra manera habrá de ser el genial a la par que ejeplo donde los haya de Hombre Libre, el genial y sin parangón
Nietzsche, quien contextualice lo dicho bajo la forma del terrible por dramático
aforismo No se trata el Demonio sino de
la forma que adopta Dios, cuando se viste con el traje de los domingos.
Se pone así pues fecha de defunción, y será ésta la que se
corresponde con el 4 de diciembre de 1563 a cualquier por remota posibilidad que
hubiera de reconciliación no tanto entre los hombres, como sí a dos maneras
enfrentadas a la hora de concebir la manera de pensar del Hombre. Por un lado,
el Hombre Ilustrado. Sometido a nada que no fueran las limitaciones de su
propia inteligencia, habrá de tratarse de un Hombre que hace de la búsqueda y
conservación de la Libertad la constatación del único de sus deberes sagrados.
Enfrente, El Hombre para Dios. Feliz de renunciar a toda responsabilidad, pone
en manos de lo divino el derecho y el deber de optar a una buena vida, ya sea en este, o en el otro mundo.
Que cada cual decida quién y dónde ha ganado.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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