Acudimos un día más, a nuestra cita no ya con la Historia,
sino en pos de ser dignos de convertirnos en dignos catalizadores de ésta, y lo
hacemos hoy accediendo a uno de esos rincones
ocultos, a los que tan solo mediante el más estricto de los rigores, y
siempre previa presentación de credenciales, se puede acceder, por atesorarse
en los mismos no tanto las substancias que
conforman el mundo tal y como lo comprendemos, sino más bien las esencias éticas, estéticas y morales,
desde las que, una vez destruido el mundo, bien podríamos osar reconstruirlo.
Tamaña disposición habría de ponernos ya en tesitura, de no
ser así puede haber llegado ya el momento de dejar de leer, y quién sabe si
dedicar el tiempo a condiciones más satisfactorias; en cualquier caso de hacer
recalar hoy nuestro barco en las negras, turbulentas y atormentadas aguas que
se prodigan por la siempre inquietante mente de uno de los más grandes músicos
de cuantos ha albergado la Música.
Consagrado junto a otros genios como son BACH y MOZART, y
condenado quién sabe si con ello a formar parte de conversaciones algunas de
ellas destinadas a desentrañar disquisiciones insensatas como sin duda aquéllas
destinadas a concebir un orden lógico en lo concerniente a distribución de la
genialidad dentro del triunvirato referenciado;
lo único cierto es que este alemán desterrado en Viena, posee una serie de
condiciones que si bien no son exclusivas, sí que es cierto que se dan en él en
una proporción desmesurada.
Porque puestos a buscar no tanto un mero adjetivo, como sí
más bien un absoluto calificativo, que pueda al menos en parte describir a
Beethoven, sin duda que desmesurado
es cuando no el más acertado. Si en BACH se constata el origen, y en MOZART lo
hace la genialidad, es en BEETHOVEN donde se suscitan, sin la menor
controversia a tenor de la sublime muestra de orden que su vida nos depara,
toda la larga lista de connotaciones destinadas a cifrar en el grado sumo ésas,
y cualesquiera consideraciones que en los mismos pudieran plantearse.
Es así que, una vez más, nos vemos obligados a traer a
consideración una de esas cuestiones
matriciales a partir de las cuales desarrollamos el ejercicio destinado no
tanto a comprender el presente del autor, como sí a dilucidar el futuro que
para la Música puede depararse. Y así, que a la pregunta de si es el contexto
el que depara el escenario del autor, o es más bien la genialidad del músico la
que supedita incluso al momento que le es propio; procederemos a contestar
mediante la expresión de una de las frases del autor: “Es así que Dios me ha
dejado sordo, para poder llenar mi mente con su Música.”
Dios, un Hombre, el Mundo, y como siempre, de manera
imperturbable, la imprescindible presencia de un vínculo que materialice de
manera comprensible para todos los factores aparentemente incompatibles que de
una manera u otra pueda crear la vana ilusión de que unos y otros pueden estar
unidos.
Será así pues otro alemán genial, nada menos que NIETZSCHE,
el que venga a poner fin a semejante discusión afirmando que es así que cuando existe algo capaz de
sobrevivir en soledad, es porque se trata de una bestia, o quién sabe si de un
Dios. Cabe una tercera posibilidad, que se trate de un Filósofo.
Beethoven viene a ampliar con generosidad el espectro de
posibilidades. Un músico sordo también se muestra capaz de sobrevivir airoso a
semejante tesitura.
Música y Filosofía, dos percepciones en apariencia
inusitadas, pero que una vez más proceden a su fusión para nada forzada a
través del aprovechamiento de la variable que comparten, el Hombre, una vez
más, el cual, a modo de catalizador se muestra proclive a posibilitar no solo
el encuentro, sino a garantizar por medio de las modificaciones que en el mismo
se llevan a cabo; el éxito garantizado para semejante simbiosis.
Por ello, una vez tendido el sólido puente, podemos estar
seguros de que la relación será duradera, solvente, y ante todo prolífica.
Desde semejante convicción, no constituye ninguna sorpresa que enmarquemos los
preceptos desarrollados por Beethoven, la mayoría de los cuales no solo
innovaron, sino que cambiaron para siempre la Historia de la Música, dentro de
los que así mismo desde otro genio alemán, filósofo para más seña; vinieron a
cambiar para siempre no solo la Historia de la Filosofía, sino por ende la
Historia de la Humanidad, conformando ambos y casi al unísono un nuevo
escenario destinado a remover para siempre y de manera definitiva los escalones
desde los que se interpreta al Hombre.
Es así que las vinculaciones entre Kant y Beethoven son de
tal trascendencia, que evidentemente no estamos dispuestos a pasarlas
desapercibidas.
El origen de la filosofía ilustrada que se preconiza en la
obra de Kant, pronostica de manera indefectible la concitación de un nuevo
escenario en el que la Humanidad tendrá que, a partir de ese momento,
esforzarse por representarse las que son tragedias unas veces, y sátiras otras.
En definitiva, y si bien el espectáculo
habrá de continuar, lo cierto es que lo hará partiendo de unos ingredientes
los cuales, en forma de consignas, sueños, o ideales de grandeza; comparten la
constatación del revolucionario ejercicio de superación de la idea de lo imprescindible de Dios.
Es así que, desde la superación no tanto de Dios, como sí de
su necesidad imprescindible, que Kant y Beethoven conforman, por supuesto sin
saberlo, un binomio imprescindible para la Humanidad, a partir del cual el
mundo no solo se entiende de otra manera, sino que presentando la grandeza que
comparten todos los grandes momentos, llevan al individuo una vez más a no comprender cómo han podido sobrevivir si
ellos.
Es así que al sin número de cuestiones con el que El Nuevo Hombre propiciatorio de la
Ilustración creado por Kant no tanto por medio de la exposición de respuestas,
sino a través del refuerzo de ese otro Hombre que choca con la realidad
propiciatoria de saber que con lo único que cuenta, a mayores, es con una
larga, casi interminable lista de cuestiones, la mayoría de las cuales
conllevan la renovación del mundo, toda vez que participan del exasperante
denominador común de la responsabilidad; sobre esos asustados niños-hombres, será sobre los que
Beethoven extenderá la maravillosa manta de sosiego que su música transmite.
Es así que aceptar apaciguar el genio renovador de Beethoven cediendo a la tentación de describir
éste como la puesta en práctica de las acciones destinadas a llevar a cabo la
superación del Clasicismo, constituye
en sí mismo un ejercicio de tal reduccionismo, que por supuesto no estaremos en
disposición de aceptar.
No se trata de discutir si nos encontramos ante el último clasicista, o ante el primer
romántico. A fin de cuentas qué importancia puede tener eso. Lo único
cierto y absoluto, en tanto que hace de la constatación expresa su mejor arma,
es el comprobar que nos hallamos ante la obra de un hombre que, al igual que el
Nietzsche que vendrá, se hallará en disposición de partir en dos la Historia de
la Humanidad, reduciendo a pasado y obsoleto lo escrito antes de su nacimiento,
y abriendo hacia un luminoso futuro cuanto en este caso sea compuesto después
de su muerte.
Adquiere así pues plena constatación de sentido el dilema
desde el que hemos comenzado esta disertación, en la medida en que decir que
los excesos sentimentales del Romanticismo proceden del aburrimiento que el
exceso racional promueve en la Ilustración; nos deslizaría hacia un camino sin
retorno cuyas consecuencias podrían ser, a todas luces, imprevisibles.
Si bien es cierto que los excesos racionales propios de la
apuesta racionalista debilitaron, con mucho, los componentes melancólicos del
ser humano, impidiendo una vez más, como en tanta otra ocasiones la
satisfacción del que siempre debería de haber sido máximo anhelo del hombre, a
saber el logro de su desarrollo coherente; no es por ello menos cierto que el
resurgir de la tonalidad emotiva del
Hombre, hecho este que aparentemente subyace y fecunda todo el devenir del
Romanticismo; no constituye en realidad sino una parte no ya minoritaria, pero
sí ampliamente reduccionista si exclusivamente desde la misma pretendemos
describir no solo las aportaciones de Beethoven al Romanticismo, sino por
supuesto al Romanticismo en su más amplia acepción.
Se erige así pues el Romanticismo como un momento propio en el que cualquier
ejercicio de encuadre a partir de los protocolos, normas o con mucho valores
procedentes de otras consideraciones previas, está condenado de antemano al
fracaso toda vez que choca de manera inmisericorde con el muro infranqueable
del fracaso, un fracaso que se sustenta en la constatación de que es desde la
perspectiva procedente de un valor hasta ese momento casi olvidado, el de la
introspección, desde donde mejor se concita el escenario destinado a
comprender, y por ello a disfrutar, el Romanticismo en su más amplia
consideración.
Introspección, un ejercicio no solo complicado, sino casi
del todo contraproducente en el seno de una sociedad que ha hecho de lo público, su punto de salida y de fin,
pero que precisamente parece estar diseñado a medida para Beethoven, y su
sordera.
Y es desde la constatación de esta en apariencia enajenante
certeza, desde la que podemos desentrañar el cúmulo de certezas que llevan a
Beethoven no solo a ser el precursor del Romanticismo, sino que serán además
las que lo eleven a una consideración de romántico
genial.
Así, su gusto por la naturaleza, por la abstracción, y en
definitiva por lo propenso a unir factores individuales, con otros marcadamente
grupales, nos llevan a estimar todos y cada uno de los valores enunciados.
Y siempre desde la comprensión de una máxima genial. “El
arte de la Música no reside en la ordenación de las notas, sino en el bello
colocar de los silencios.”
Luis Jonás VEGAS VELASCO.