No ha de resultar especialmente sorprendente si, una vez
más, acudimos de manera inexorable a la Historia en pos no solo de las
respuestas, sino fundamentalmente de las preguntas adecuadas, sobre las que
comenzar a profundizar en el conocimiento más o menos cimentado de la realidad
que se desarrolla en el presente rocambolesco que nos ha tocado vivir.
Y es así que en la medida en que somos capaces de librarnos
de nuestro chovinismo, enmarcado en
la ocasión que nos toca en su vertiente histórica, que poco a poco vamos
dejando paso no ya solo a nuevas interpretaciones, sino expresamente a
realidades completas plenas las cuales, en ocasiones incontables, acaban por
mostrarse como raudos timoneles enfrascados de manera insondable en la pocas
veces gratificante muestra de tratar de iluminar la verdad, pues comprenderla
supone un ejercicio demasiado desagradecido.
Cuando sobrecogidos nos enfrentamos, día tras día, al
intento la mayoría de las veces infructuoso de acercarnos a la aparente ilusión
que compone lo que nos hemos dado en llamar nuestra
realidad, tropezamos con una amalgama de componentes cuya diversidad,
dispersión, y aparente caos, tejen alrededor de aquello que compone el objetivo
de nuestras indagaciones, una imponente
tela de araña, que conspira en pos de convertir en prácticamente
inaccesible no ya solo la realidad objeto de nuestras pesquisas, sino incluso
el acceso a aquello que compone nuestro protocolo, a la hora de definir los criterios
de la búsqueda.
Alcanzado ese momento, es cuando más necesario, por no decir
imprescindible, resulta el acceder a uno de los recursos desgraciadamente más
infravalorados que existen. Me estoy refiriendo al de la perspectiva.
Usando la perspectiva, aplicándola como motor, y dejándonos
guiar por el tripulante más adecuado en estos casos, a saber la moderación,
podremos entre otras cosas, comprobar cómo efectivamente muchos de los
elementos estructurales que sin duda componen nuestra realidad, en sus
distintas versiones de incipiente, o incluso instaurada, proceden ciertamente
del desarrollo, evolución o franca aplicación de procederes, conductas o
incluso complejos planes a largo plazo, cuya
función bien pudiera ser tan solo vagamente intuida, a pesar de guardar
consideraciones brutales de cara a la concepción de las variables sobre las que
tiene implicación.
Es así que hoy por hoy, inmersos de manera evidente y
práctica en el análisis de cuestiones que tienen al modelo de Europa en el
punto de mira;.que nos sorprendemos a nosotros mismos analizando un problema
que se manifiesta de tal calado, que inexorablemente nos lleva a interpretar de
nuevo, obviamente desde el prisma innovador que nos proporcionan los nuevos
tiempos; aspectos y elementos que ya integraban sin duda la escenografía
europea hace doscientos años, precisamente cuando un 18 de mayo de 1804,
Napoleón era definitivamente proclamado Emperador.
Si bien no será hasta el dos de diciembre, en París, y en
presencia del Papa Católico Pio VII, donde finalmente tenga lugar el protocolo
de reconocimiento, en forma de coronación; que Napoleón será proclamado como Emperador de los franceses el 18 de mayo
de 1804.
Durante aproximadamente diez años, Bonaparte unificará en
torno de su persona no solo las ansias, sino también las predisposiciones y por
supuesto los protocolos prácticos destinados a dar forma, de una manera en
principio definitiva, y por supuesto original, a los paradigmas desde los
cuales habría de entenderse a partir de ese momento la por otro lado antigua idea de la Europa unificada.
Ha de resultar a estas alturas curioso, y sin duda a alguno
así le habrá parecido, el que tachemos como de originales, cuando no de
innovadoras, técnicas y procederes por otro lado sempiternas como podría
deducirse de todos aquellos logros que procedan de la guerra (herramienta a la
que el Bonaparte no hará nunca ascos), y mucho menos la predisposición
conceptual que puede derivarse del uso de preceptos y denominaciones como el de
Emperador.
Si sometemos el análisis de la realidad que hoy aquí
traemos, desde un punto de vista excesivamente crítico, por no decir
reduccionistas, bien podría resultar que las conclusiones quedaran resumidas en
esa línea. Sin embargo, sometidos los perfiles al argot propio que sin duda
Napoleón requiere, pronto comprobaremos que semejantes procederes son
superficiales.
Es así que un hombre de personalidad tan compleja que le
permite pasar de militar a gobernante sin padecer muestras de la inusitada esquizofrenia moral de la que tantos
ejemplos ha dado la historia en procederes semejantes, y que por otro lado
logra evolucionar desde General
Republicano durante La Revolución, hasta
Primer Cónsul de la República en
1799, cuando se erige en principal artífice del Golpe de Estado del 18 de Brumario.
Pero no subyacen los motivos que justifican nuestra
reflexión de hoy, a analizar las circunstancias estrictamente políticas ni
militares que circundan, transmiten y en gran medida determinan tanto el éxito
como el fracaso del francés. Más bien procedemos hoy en la medida de tratar de
ubicar sus acciones, tanto las estrictamente prácticas, como aquéllas más
teóricas, dentro de un gran plan en el que participarían variables innovadoras,
tales como la modificación estructural de los marcos y procederes desde los que
afrontar la antigua idea de unificar
Europa bajo un mando único e inexorable, como el contraste que se suscita
de sugerir hacerlo en torno a una idea tan retrógrada como arcaica que se
deriva del mero concepto de un emperador.
Y puede que sea de la paradoja que subyace a esa realidad,
donde probablemente encontremos una de las mejores muestras de la genialidad
que de todas, todas, impulsaba a este estadista, estratega, hombre de visión y
político que fue Napoleón Bonaparte.
Porque nadie como él ha podido, a lo largo de la historia,
poner de manifiesto la idea de que verdaderamente era conocedor del papel que
desarrollaba de cara a su cita con la
Historia, sin que tal percepción le abrumara definitivamente, y acabara por
convertirse en un obstáculo insalvable para él.
Es así que Bonaparte hará coincidir en torno de sí, tanto a
seguidores como a detractores, en pos de la idea que por ende será elevada a la
categoría de definitiva, y que en
términos conceptuales, si bien cayendo nuevamente en aspectos ligeramente
reduccionistas, nos llevan a considerar su figura, y sin duda su obra, como la
propia de uno de los elemento más innovadores, a la par que influyentes, no
solo del siglo XIX recién comenzado, como sin duda alguna de la Historia.
El Eterno
Revolucionario, concepto
al que permanecerá ineludiblemente ligado, se constata en torno no tanto a la
antítesis conceptual que en apariencia puede derivarse de la mala
interpretación que de los procederes presumiblemente arcaicos pueda hacerse;
como del hecho inequívoco de que él fue en todo momento coherente con la
constatación expresa de la misión que, al menos en apariencia, estaba
desarrollando, a saber, la unificación, en torno a su persona como mal menor, de los pueblos y naciones de
Europa.
Semejante consideración, y sobre todo semejante proceder,
han de ser analizados desde el prisma de una Europa colapsada a partir de la quiebra práctica, pero sobre todo
conceptual, a la que los sucesivos derrumbes de las estructuras propias del Antiguo Régimen, han condenado a sus
respectivos estados.
Afirmaremos pues sin riesgo a parecer pedantes, que Napoleón
dispone encima de la mesa las variables destinadas a preparar en Europa la Verdadera Revolución Conceptual que culminará con el surgimiento de la Europa Contemporánea.
Se concitan pues, en torno a nuestro protagonista,
realidades conceptuales que son propias tanto del talento militar, de las que
sin duda dio merecidas lecciones y ejemplos a lo largo de las innumerables
campañas que personalmente lideró; como fundamentalmente de un talento
sociopolítico denodado en la época, y que le permitió brillar con parecido
brillo, al ponerse de manifiesto como una ingente político, con responsabilidad
manifiesta en la consolidación de bienes a priori procedentes de la propia Revolución ,
todas las cuales se encuentran formando parte del Código Napoleónico.
Sea no obstante como fuere, y más allá de interpretaciones
subjetivas por ende siempre marcadas por el posicionamiento, lo cierto es que
un hombre que fue capaz de manifestar de forma tan clara sus capacidades,
siendo igualmente capaz de movilizar para ello al mayor ejército que hasta
aquel momento había cruzado Europa; bien merece un rastro de consideración, si
no de respeto.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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