sábado, 18 de mayo de 2013

DE LA EUROPA DE NAPOLEÓN, DOSCIENTOS AÑOS DE DIALÉCTICA EUROPEA.


No ha de resultar especialmente sorprendente si, una vez más, acudimos de manera inexorable a la Historia en pos no solo de las respuestas, sino fundamentalmente de las preguntas adecuadas, sobre las que comenzar a profundizar en el conocimiento más o menos cimentado de la realidad que se desarrolla en el presente rocambolesco que nos ha tocado vivir.

Y es así que en la medida en que somos capaces de librarnos de nuestro chovinismo, enmarcado en la ocasión que nos toca en su vertiente histórica, que poco a poco vamos dejando paso no ya solo a nuevas interpretaciones, sino expresamente a realidades completas plenas las cuales, en ocasiones incontables, acaban por mostrarse como raudos timoneles enfrascados de manera insondable en la pocas veces gratificante muestra de tratar de iluminar la verdad, pues comprenderla supone un ejercicio demasiado desagradecido.

Cuando sobrecogidos nos enfrentamos, día tras día, al intento la mayoría de las veces infructuoso de acercarnos a la aparente ilusión que compone lo que nos hemos dado en llamar nuestra realidad, tropezamos con una amalgama de componentes cuya diversidad, dispersión, y aparente caos, tejen alrededor de aquello que compone el objetivo de nuestras indagaciones, una imponente tela de araña, que conspira en pos de convertir en prácticamente inaccesible no ya solo la realidad objeto de nuestras pesquisas, sino incluso el acceso a aquello que compone nuestro protocolo, a la hora de definir los criterios de la búsqueda.
Alcanzado ese momento, es cuando más necesario, por no decir imprescindible, resulta el acceder a uno de los recursos desgraciadamente más infravalorados que existen. Me estoy refiriendo al de la perspectiva.

Usando la perspectiva, aplicándola como motor, y dejándonos guiar por el tripulante más adecuado en estos casos, a saber la moderación, podremos entre otras cosas, comprobar cómo efectivamente muchos de los elementos estructurales que sin duda componen nuestra realidad, en sus distintas versiones de incipiente, o incluso instaurada, proceden ciertamente del desarrollo, evolución o franca aplicación de procederes, conductas o incluso complejos planes a largo plazo, cuya función bien pudiera ser tan solo vagamente intuida, a pesar de guardar consideraciones brutales de cara a la concepción de las variables sobre las que tiene implicación.

Es así que hoy por hoy, inmersos de manera evidente y práctica en el análisis de cuestiones que tienen al modelo de Europa en el punto de mira;.que nos sorprendemos a nosotros mismos analizando un problema que se manifiesta de tal calado, que inexorablemente nos lleva a interpretar de nuevo, obviamente desde el prisma innovador que nos proporcionan los nuevos tiempos; aspectos y elementos que ya integraban sin duda la escenografía europea hace doscientos años, precisamente cuando un 18 de mayo de 1804, Napoleón era definitivamente proclamado Emperador.

Si bien no será hasta el dos de diciembre, en París, y en presencia del Papa Católico Pio VII, donde finalmente tenga lugar el protocolo de reconocimiento, en forma de coronación; que Napoleón será proclamado como Emperador de los franceses el 18 de mayo de 1804.

Durante aproximadamente diez años, Bonaparte unificará en torno de su persona no solo las ansias, sino también las predisposiciones y por supuesto los protocolos prácticos destinados a dar forma, de una manera en principio definitiva, y por supuesto original, a los paradigmas desde los cuales habría de entenderse a partir de ese momento la por otro lado antigua idea de la Europa unificada.
Ha de resultar a estas alturas curioso, y sin duda a alguno así le habrá parecido, el que tachemos como de originales, cuando no de innovadoras, técnicas y procederes por otro lado sempiternas como podría deducirse de todos aquellos logros que procedan de la guerra (herramienta a la que el Bonaparte no hará nunca ascos), y mucho menos la predisposición conceptual que puede derivarse del uso de preceptos y denominaciones como el de Emperador.
Si sometemos el análisis de la realidad que hoy aquí traemos, desde un punto de vista excesivamente crítico, por no decir reduccionistas, bien podría resultar que las conclusiones quedaran resumidas en esa línea. Sin embargo, sometidos los perfiles al argot propio que sin duda Napoleón requiere, pronto comprobaremos que semejantes procederes son superficiales.

Es así que un hombre de personalidad tan compleja que le permite pasar de militar a gobernante sin padecer muestras de la inusitada esquizofrenia moral de la que tantos ejemplos ha dado la historia en procederes semejantes, y que por otro lado logra evolucionar desde General Republicano durante La Revolución, hasta Primer Cónsul de la República en 1799, cuando se erige en principal artífice del Golpe de Estado del 18 de Brumario.

Pero no subyacen los motivos que justifican nuestra reflexión de hoy, a analizar las circunstancias estrictamente políticas ni militares que circundan, transmiten y en gran medida determinan tanto el éxito como el fracaso del francés. Más bien procedemos hoy en la medida de tratar de ubicar sus acciones, tanto las estrictamente prácticas, como aquéllas más teóricas, dentro de un gran plan en el que participarían variables innovadoras, tales como la modificación estructural de los marcos y procederes desde los que afrontar la antigua idea de unificar Europa bajo un mando único e inexorable, como el contraste que se suscita de sugerir hacerlo en torno a una idea tan retrógrada como arcaica que se deriva del mero concepto de un emperador.
Y puede que sea de la paradoja que subyace a esa realidad, donde probablemente encontremos una de las mejores muestras de la genialidad que de todas, todas, impulsaba a este estadista, estratega, hombre de visión y político que fue Napoleón Bonaparte.
Porque nadie como él ha podido, a lo largo de la historia, poner de manifiesto la idea de que verdaderamente era conocedor del papel que desarrollaba de cara a su cita con la Historia, sin que tal percepción le abrumara definitivamente, y acabara por convertirse en un obstáculo insalvable para él.

Es así que Bonaparte hará coincidir en torno de sí, tanto a seguidores como a detractores, en pos de la idea que por ende será elevada a la categoría de definitiva, y que en términos conceptuales, si bien cayendo nuevamente en aspectos ligeramente reduccionistas, nos llevan a considerar su figura, y sin duda su obra, como la propia de uno de los elemento más innovadores, a la par que influyentes, no solo del siglo XIX recién comenzado, como sin duda alguna de la Historia.

El Eterno Revolucionario, concepto al que permanecerá ineludiblemente ligado, se constata en torno no tanto a la antítesis conceptual que en apariencia puede derivarse de la mala interpretación que de los procederes presumiblemente arcaicos pueda hacerse; como del hecho inequívoco de que él fue en todo momento coherente con la constatación expresa de la misión que, al menos en apariencia, estaba desarrollando, a saber, la unificación, en torno a su persona como mal menor, de los pueblos y naciones de Europa.
Semejante consideración, y sobre todo semejante proceder, han de ser analizados desde el prisma de una Europa colapsada a partir de la quiebra práctica, pero sobre todo conceptual, a la que los sucesivos derrumbes de las estructuras propias del Antiguo Régimen, han condenado a sus respectivos estados.
Afirmaremos pues sin riesgo a parecer pedantes, que Napoleón dispone encima de la mesa las variables destinadas a preparar en Europa la Verdadera Revolución Conceptual que culminará con el surgimiento de la Europa Contemporánea.

Se concitan pues, en torno a nuestro protagonista, realidades conceptuales que son propias tanto del talento militar, de las que sin duda dio merecidas lecciones y ejemplos a lo largo de las innumerables campañas que personalmente lideró; como fundamentalmente de un talento sociopolítico denodado en la época, y que le permitió brillar con parecido brillo, al ponerse de manifiesto como una ingente político, con responsabilidad manifiesta en la consolidación de bienes a priori procedentes de la propia Revolución, todas las cuales se encuentran formando parte del Código Napoleónico.

Sea no obstante como fuere, y más allá de interpretaciones subjetivas por ende siempre marcadas por el posicionamiento, lo cierto es que un hombre que fue capaz de manifestar de forma tan clara sus capacidades, siendo igualmente capaz de movilizar para ello al mayor ejército que hasta aquel momento había cruzado Europa; bien merece un rastro de consideración, si no de respeto.

Luis Jonás VEGAS VELASCO.


No hay comentarios:

Publicar un comentario