El tiempo pasa, inexorablemente. Con su taimado disfraz de
justicia, quién sabe si romántica, su
definición, revestida de inhóspita, transcendental; en definitiva sempiterna,
se rodea a título conclusivo, de un tamiz eterno, con el que definitivamente
logra revestir para siempre su, por otra parte, pétrea y oclusiva faz.
Constituye el tiempo, o mejor dicho, la percepción que del
mismo tenemos, poco más que una vaga aproximación cuyo grado de absolutos a los
que aparece ligado, es tan solo comprensible cuando con carácter previo,
asumimos que también multitud de los aspectos que componen la mera ilusión a la que llamamos realidad, está compuesta en
realidad de poco más que de aproximaciones, de ideas que tenemos sobre ideas, las cuales, de ser no ciertas, sino
sencillamente creídas, bien podrían
constituir el espacio idílico en el que se desarrollara en todo su esplendor el genio maligno de la Teoría de
Descartes.
Y es entonces, cuando por
aproximación comenzamos a representar en nuestro derredor la aproximación a la que de forma
definitiva queda reducida toda ilusión destinada a concebir qué es el mundo;
cuando comprendemos el grado de deslealtad, sufrimiento, ostracismo y
perversión; al que inexorablemente ha de enfrentarse el Hombre (o al menos
aquél que tenga valor para ello); y finalmente revestirlo todo con la osadía
impenetrable propia de la virtud última,
tal vez la del desprecio, que como trampa final espera ansiosa para
derrotar al guerrero que, por más raudo que se mostró en la batalla, baja ahora
sus armas convencido de la falsa ilusión
de seguridad que le proporciona la visión en la lontananza de lo que él cree
que es su hogar, el cual ha sido presa de la destrucción al caer en la batalla
víctima de los zarpazos propinados por él mismo a medida que con cada sueño
ficticio, le arrebataba uno tras otro, todos los retazos que una vez
compusieron su realidad.
Es la realidad a la que nos referimos, la que compone,
contextualiza y determina, el siglo XIX. Un siglo netamente marcado por grandes
cambios, catalizados todos ellos sin el menor género de dudas por grandes
revoluciones (unas armadas, otras, aparentemente no), pero que
indefectiblemente han de converger en la necesaria composición de un teatro de operaciones, que a falta de
uno real, bien puede ser virtual; en cuya definitiva composición, sin el menor
género de dudas, la Música de Wagner tendrá mucho que decir.
Es, siguiendo esta interpretación, el siglo XIX un siglo de punto y aparte. A título de descripción,
y sin ánimo de desmerecer en un ápice el grado de influencia que las distintas
épocas han tenido a la hora de constituir el mundo, y con ello la formación del
Hombre que del mismo deriva; podemos decir sin ánimo de perturbar la
tranquilidad de nadie, que la centuria del 1800 encierra por primera vez dentro
de sí, todos y cada uno de los preceptos, cánones y compromisos que permiten al
propio Hombre ubicarse dentro de sí mismo “…como
realidad (…) en tanto que tal”, a la par que, una vez cerrado aunque sea en falso, el círculo que constituía hasta ese
momento el dilema sobre su propia identidad, proyectarse fuera de sí mismo.
Es entonces que se superan las viejas barreras. Los viejos
muros, aquéllos que hace siglos que suplen la falta de argamasa pétrea, por los
inocuos argumentos de la etérea tradición, son definitivamente superados. Y lo
que es peor, lo hacen sin el menor esfuerzo, lo que lleva al Hombre, como
artífice único de esa realidad, a plantearse el verdadero rigor de todas y cada
una de las aparentes certeza que, por
bien o por mal, han constituido desde entonces y por siempre, el armazón sobre
el que unos y otros han construido su realidad.
El Hombre constata por sí mismo, de ahí la validez inalterable
del argumento, “que los Ídolos tienen los pies de barro.”
¿Existe verdaderamente algún alimento mejor para una
Verdadera Revolución?
Es el siglo XIX el instante acreditado para el diagnóstico de la enfermedad. Europa , el Mundo, y por ende el denominador común de
ambos, el Hombre, está enfermo. La enfermedad que padece, ficción. Sus
síntomas, el procedimiento ilusorio. La manifestación de la enfermedad, el uso
de la religión.
Es así que Wagner se encuentra inevitablemente ligado no ya
a un mero siglo de cambios. Se trata para mayor certeza, de un siglo en el que
tanto la necesidad de los cambios, como la transcendencia que de los mismo se
derive, forma parte implícita y abierta del catálogo de necesidades a las que
se suscribe el propio procedimiento del cambio. Por primera vez, el Hombre es
consciente antes de empezar, de las consecuencias que sus actos tendrán. El
motivo, por primera vez estos cambios y su sentido no ha de ser buscado en
entes externos, y por ende alienantes, como podrían ser las tesis religiosas, y
por supuesto el propio Dios. Por primera vez el Hombre es desde el principio, la causa y el efecto del proceder Humano.
Es la constatación
definitiva del triunfo del Humanismo.
Un triunfo que será irreversible, en tanto que parte de parámetros
absolutos, por proceder de verdaderas
intuiciones, “claras y distintas”, pero que alcanzan el grado de paradojas
al verse intrínsecamente libres del estigma que podría consolidarse de una
potencial vocación dogmática.
El Hombre deja así de necesitar a Dios. Ya no importa dónde
éste de halle. El Hombre ha dejado de buscarle. Las piedras que antaño se
usaron para construir templos, se usan ahora para hacer puentes por los que
transitan las mercaderías, y para hacer muros que demarcan parcelas productivas
en las que se cultiva trigo y uvas que pasarán a ser cuerpo y sangre del Hombre.
Y lo mejor de todo, los templos no serán destruidos, porque
será del desprecio a lo anterior, por viejo, no por antiguo, de donde el Hombre
extraerá la fuerza destinada a transformar verdaderamente su medio, mediante la
acción constructiva del trabajo. Así, no hace falta matar a Dios, bien puede
dimitir, descansar, o esperar mejores tiempos.
“Yo no he venido a
matar a Dios, he venido a anunciaros que Dios ha muerto”
Una muerte en la que inexorablemente el Hombre ha de ser sujeto agente, en la medida en que la
asunción del hecho requiere la inmediata adopción de medidas destinadas claro
está a lograr la suplencia del ente desaparecido. De nuevo, y con carácter sempiterno el miedo a la
responsabilidad, manifestado en este caso a partir de la impronta de la cesión
de actos.
Y dada la magnitud del mismo, está claro que no va a ser
tarea fácil.
Era el Dios del Hombre Moderno, comparado con los dioses del
Helenismo; un dios paternalista. Se trata de una concepción fundamentada desde
la convicción humana de la necesaria
adopción de valores destinados a medir el éxito moral de las acciones en base a
la comparación con unos modelos que, a base de cánones, marcan expresamente la
valía de las conductas humanas.
Se trata pues, de un proceso inapelablemente reduccionista.
La validez de las conductas no se encuentra en las mismas, sino que la misma
dependerá del lugar que ocupen en la comparación que al respecto se lleve para
con unas tablas de verdad cuyo grado
de certeza no depende en este caso de la lógica, sino de la aproximación absolutista que para con unas conductas
canónicas, a priori puestas por Dios, y a las que hemos accedido por intuición, determinen el grado de perfección de un acto, a saber el
sometido a consideración.
De lo dicho hasta el momento se extrae que lo que liberará
al Hombre será tanto la rotura con Dios, no ya acabando con él, sino
desposeyéndole de sus valores de competencia; y procediendo de manera literalmente
inmediata, confeccionar un nuevo universo,
un nuevo marco competencial, dentro del cual las capacidades, actitudes e
intuiciones libres del Hombre, constituyan en sí mismas el único marco de
referencia digno de ser tomado en cuenta.
Y la
Música
Programática de Wagner constituye la piedra de toque
ideal para proceder no ya tanto con los cambios, para lo cual serán
imprescindibles años; como si para la definitiva interiorización tanto de la
necesidad de los mismos, como de su importancia para “El Hombre Futuro.”
Será éste no un Hombre sin valores, sino que sus valores
vendrán de su interior. No será en consecuencia y por supuesto, un Hombre
carente de moral, sino que más bien al contrario será el Hombre más moral de la
Historia al proceder ésta del interior del propio Hombre. Como es lógico,
¿dónde mejor que en el interior del hombre hallaremos las causas de la
felicidad del hombre? Dicho de otra manera, si el comportamiento virtuoso pasa
por la búsqueda de lo que es virtud ¿acaso hay mayor virtud para el Hombre que
buscar su propia felicidad?
Y es precisamente en el personaje de Tanhhausser, donde mejor se materializan todas estas cuestiones. El
anhelo como meta, la búsqueda como voluntad (evidentemente de Poder). La
renuncia a la moral del esclavo, en
definitiva la constatación, no ya de la muerte de Dios, sino del nacimiento del
Superhombre.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.