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Once de septiembre de 2001, poco más de las tres de la tarde en España. El tiempo se paró. En apenas unos segundos, los instantes se sucedieron, pero fueron las épocas las que pasaron. Aquellos que tuvimos consciencia de lo que estaba pasando, sólo sabíamos con certeza una cosa, que la Historia se había citado con nosotros, y se había olvidado de comunicárnoslo con el mínimo de tiempo que el recato y la buena costumbre del protocolo marcan.
Si se esfuerzan un poco, seguro que podrán recordar aquello que estaban haciendo aquél día. La verdad es que yo puedo. Incluso, si me esfuerzo un poco, podría hasta experimentar una aproximación bastante adecuada de las sensaciones que aquella tarde de miércoles me rodeaban. Acabábamos de finalizar la sobremesa, y empezábamos a asumir el lento rumiar con el que hay que enfrentarse a un informativo de fin de verano; cuando aquella imagen lo cambió todo.
El humo que salía de aquella torre, no sólo procedía del incendio que consumía la torre, las oficinas; los papeles y las vidas de cientos de personas. Consumía una época, quemaba una forma de entender
Sin embargo, lo que aquél día quedó destruido para siempre, fue algo que supera con mucho a cualquiera de los elementos materiales que pudieran verse afectados. Aquél 11 de septiembre, el Hombre como especie, volvió a tener otra de esas citas históricas con las que periódicamente hemos de enfrentarnos, precisamente para refrendar eso, nuestra condición de Seres Humanos, y una vez más, la perdimos.
Para muchos, entre los que me incluyo, enfrentarnos a la magnitud del drama que aquellas imágenes ponían ante nosotros, supuso la primera conceptualización verdaderamente real que del concepto globalización podíamos llegar a hacernos. Aquellas imágenes, objetivas en su naturaleza, frías en su tratamiento, no hacían sino reeditar aquél que se convierte en uno de los conflictos más barrocos a los que el Ser Humano ha de enfrentarse. El que surge de la necesidad de conciliar de forma armónica todas y cada una de las facetas que integradas conforman lo que somos, pero que cuando campan a sus anchas no hacen sino poner de manifiesto aquello que nunca querríamos ser.
El 11 de septiembre de
La dualidad del Hombre, manifestación sublime de la dialéctica, motor de la evolución humana, nos reunió a todos de nuevo. Se citó con nosotros, una vez más, para cobrarse su tributo. Lo hizo en las murallas de Sodoma y Gomorra. Lo repitió en Numancia con Scipión. No se olvidó de la Jerusalén de los cruzados. Y finalmente, una vez más, se escudó en la lapidación de aquellos que no saben sublimar su orgullo, para repetir su cita con la Historia, y de paso cambiar la nuestra.
La Historia cambió irreversiblemente, porque así cambiamos nosotros. Nada volvió a ser igual, el daño inflingido a la estructura de la Humanidad es irreparable, y por ello definitivo. Un daño así, sólo puede tener una explicación; esta explicación tiene que ser capaz de integrar de manera coherente idea de Hombre, con concepto de diferenciación (sólo alguien que se considera distinto, por encima de sus semejantes, puede concebir causarles tanto dolor), junto con ingredientes de pasión cercana al paroxismo. La respuesta es ahora más clara, la Religión.
Sólo desde el punto de vista de la Religión, sea esta cual sea, puede concebirse de manera conceptual, la posibilidad de ejecutar un acto tan atroz, encontrando para ello antes, durante y después, justificaciones suficientes. La Religión es en esencia el vehículo por excelencia del que se sirve el Hombre para transcender a sí mismo. En esencia, esta es la única manera mínimamente viable de poder conceptualizar lo que se convierte en la mejor muestra de esa dualidad dialéctica que posee el Hombre, esa capacidad que, esencialmente nos aleja de los animales, a la par que esconde nuestro gran secreto, la capacidad incipiente que tenemos de convertirnos en la peor de las bestias.
Y como vacuna,
La Música humaniza, nos recuerda nuestros orígenes. Y, en tanto que capacidad exclusiva y exquisita, da respuesta al eterno dilema que sobre la condición moral del Hombre constituye la que será primera y última respuesta acerca de nuestra condición de Seres: “Somos buenos por naturaleza, o por el contrario es la capacidad de infligir el mal la que nos hace diferentes”
Yo no aspiro a responder a la misma, si bien tengo mi opinión.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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